Utopías reaccionarias

(Por Claudio Scaletta) Sectas ecologistas, decrecimiento, antidesarrollo y neoludismo; cuando el “ecologismo” es una utopía reaccionaria funcional al imperialismo. Una aproximación inicial.

El pensamiento ecológico fue una reacción de las sociedades capitalistas avanzadas frente al evidente deterioro del medio ambiente provocado por la sociedad industrial. Fue una toma de conciencia de la especie humana sobre la potencia transformadora del entorno que el modo de producción dominante en el planeta había adquirido. Así surgieron conceptos nuevos y necesarios como el de sustentabilidad ambiental, expresión que, en adelante, sería inseparable de la idea de desarrollo. Algunas vertientes de este pensamiento primigenio evaluaron que si el agente de destrucción del medioambiente era el modo de producción capitalista, el enemigo a combatir era el capitalismo y,
especialmente, su producto más evidente: la sociedad industrial.

Una derivación fueron las corrientes ecologistas llamadas “malthusianas”, cuya visión más extremista se plasmó en las “teorías del decrecimiento”. Como los recursos naturales son limitados frente a una población que no deja de crecer, lo más conveniente es frenar el desarrollo. El auge actual de este neomalthusianismo en las sociedades europeas, autocondenadas al estancamiento económico por las decisiones cortoplacistas de sus elites, no es casual, es funcional.

En sociedades que se encuentran en la vanguardia del desarrollo industrial, con alta densidad poblacional y en el límite del uso de sus recursos naturales, la reacción ecologista aparece casi como un anticuerpo necesario. Pero el traslado lineal de este pensamiento a sociedades con realidades diametralmente diferentes puede constituir un verdadero despropósito. Argentina, un país rico en recursos naturales sin explotar y con su revolución industrial inconclusa, no necesita frenar su desarrollo para evitar una presunta devastación de su medio ambiente, sino todo lo contrario, necesita hacer todo lo posible para impulsar el desarrollo de sus recursos.
Aquí, el ecologismo funciona como una utopía reaccionaria funcional al imperialismo.

Es reaccionaria, porque con la excusa del daño ambiental presunto se opone al desarrollo promoviendo por esta vía la pobreza. Y es funcional al imperialismo porque propone tácitamente la inmovilidad de la estructura productiva.
Las banderas planetarias del ecologismo son diversas, pero bien conocidas: se destacan la lucha contra los organismos genéticamente modificados, contra la técnica del fracking en la extracción de hidrocarburos no convencionales, contra lo minería y contra los desarrollos nucleares. Todo en la misma bolsa. El discurso logró asociarse con el de cierta izquierda despistada, porque el proceso de demonización apuntó sobre algunos actores nuevos, las firmas de capital tecnológico como Monsanto, y otras viejas transnacionales; como las grandes petroleras y las megamineras, los malos del capitalismo e improbables santos de devoción. No debe perderse de vista, sin embargo, que entre esta diversidad de enemigos existe un factor unificador: lo que el ecologismo en realidad aborrece no son las megaempresas capitalistas, sino las técnicas aplicadas a la producción, a las que se atribuyen todos los males del sistema. La lectura es similar a la del movimiento ludita en los albores del capitalismo que, invirtiendo la secuencia real, atribuía a la máquina los problemas generados por las nuevas relaciones de producción. Más allá de alguna vana voluntad historicista por complejizarlo, esta fue la esencia del ludismo: una aversión por la máquina, por la técnica, que en los neoluditas verdes contemporáneos deriva también en la idealización de una ruralidad preindustrial cuya cotidianeidad sería insoportable para cualquier habitante del siglo XXI.

El problema se entiende mejor en el abordaje de casos. Por ejemplo los transgénicos. Décadas de investigación y la praxis cotidiana en estos cultivos demostraron su inocuidad. No existe un solo trabajo validado por la comunidad científica que muestre algún efecto negativo de los organismos genéticamente modificados sobre la salud humana y sobre el medio ambiente. Las nuevas técnicas empleadas en el agro, la siembra directa y el paquete transgénico; herbicida más semilla resistente, suponen una menor erosión de los suelos y el uso de una menor cantidad de agroquímicos por hectárea. Son más eficientes ecológicamente que las técnicas tradicionales, no menos, y el costo final es menor, por lo que son más competitivos. Los problemas del mal uso, de las fumigaciones en áreas pobladas, son ajenos a la tecnología empleada. Lo mismo puede decirse del monocultivo o la sobreexplotación de los suelos, que son el resultado de las relaciones capitalistas de producción, no de la semilla. Menos dudas existen en el origen de este pensamiento: organizaciones relacionadas con el agro más subsidiado del mundo, el europeo, un sector especialmente interesado en el establecimiento de barreras paraarancelarias sobre las exportaciones del agro argentino.

Otro caso es el del fracking o fractura hidráulica que la industria petrolera utiliza para la extracción de hidrocarburos de roca madre. En el caso local comenzó a hablarse de fracking cuando las importaciones de combustible aparecieron como un rojo en el balance de pagos. El proceso coincidió con la revolución shale en Estados Unidos. En el nuevo escenario la opción por comenzar a explotar los abundantes recursos no convencionales disponibles cayó por su propio peso. Frente a esta necesidad imperiosa creció una contracorriente ecologista, azuzada por la derecha mediática desde que el capital de YPF es mayoritariamente estatal, según la cual la tecnología para explotar estos recursos sería especialmente dañina. Cuando se indaga por las fuentes de estos argumentos, se encuentran elementos tales como la película Gasland o una sumatoria de informes de dudoso origen viralizados en blogs “del palo”. En contrapartida, no existen informes académicos que indiquen que la fractura hidráulica, que ya era utilizada en los procesos de recuperación mejorada de hidrocarburos, sea una técnica ecológicamente fuera del estándar de la industria, lo que significa que no es inocua y que necesita la presencia del Estado para garantizar el cuidado ambiental, pero que no es una fija de envenenamiento del medioambiente según pregona el pensamiento sectario. Parece más lógico pensar que quienes se encuentran detrás de estas compañas son los mismos intereses de quienes no quieren el autoabastecimiento energético local.

El tercer caso es la minería. La década del 90 dejó entre sus herencias una legislación minera pro empresa que dio lugar a una explotación de carácter extractivista que poco aporta al desarrollo local. Sin dudas cualquier proceso de desarrollo serio deberá buscar mecanismos para que la integración minera encuentre eslabonamientos con otras cadenas productivas y agregue valor en origen. Dada la historia del sector, el Estado deberá ser especialmente riguroso con el cuidado ambiental y en la exigencia de obras de remediación. Pero esta no es la crítica de la reacción ecologista, cuya propuesta es directamente no hacer minería; es decir que el país no integre sus cadenas de valor y no aproveche sus recursos naturales. Cuando se considera, por ejemplo, la estratégica producción de uranio el resultado es por lo menos triste. El país exporta combustible para centrales nucleares, pero debe importar el uranio con el que se fabrica. Y esto ocurre poseyendo yacimientos en el territorio, los que actualmente no pueden ser explotados por la reacción pseudo ecologista en provincias como Mendoza. No parece necesario abundar sobre la limitación estratégica que esta importación supone y sobre quienes son los beneficiarios reales.

Finalmente dos reflexiones. La primera es que no existe peor enemigo de la verdadera ecología que la pobreza. Todas las catástrofes ecológicas y humanitarias de la historia reciente no se produjeron en países desarrollados, sino en los muy pobres. Al respecto, resultan particularmente ilustrativos los casos de Haití y Ruanda descriptos por el geógrafo estadounidense Jared Diamond en su libro Colapso. La segunda reflexión remite estrictamente a la coyuntura local. Aquí la peor acechanza para la continuidad de procesos de crecimiento de los ingresos populares es la escasez de divisas. Una de las principales contribuciones a esta escasez es la importación de combustibles. La búsqueda del autoabastecimiento supone explotar los recursos no convencionales. La pregunta indispensable es qué pasaría con el crecimiento de la economía y su futuro, y en consecuencia con el nivel de empleo y el bienestar de las mayorías, frente a un escenario de aumento constante de las importaciones de combustibles y restricción externa. Luego debe compararse esta respuesta con el presunto riesgo ambiental de la extracción de hidrocarburos no convencionales.

Razonamientos similares pueden seguirse con los restantes sectores atacados por los neoluditas; ¿se debe abandonar la expansión de la frontera agrícola en favor de una inexistente economía campesina? ¿Se debe regresar a los cultivos con semillas tradicionales, más caros y agresivos con el medio ambiente y menos competitivos? ¿Se deben dejar de consumir todos los productos de la minería? ¿El mejor camino es abandonar nuevamente el plan de generación de energía nuclear? Parece broma, pero los sedicentes ecologistas responderían afirmativamente a todas estas preguntas.