Breve escolio sobre corrupción

(Jorge Castañeda*).- La corrupción, como uno más de los cuatro caballos del Apocalipsis, campea sobre pueblos y naciones. El nuevo orden mundial imperante ha derrumbado los viejos valores en un recodo del siglo poniendo fin a las doctrinas y a la moral, y hoy todo se ha hecho relativo. Es que ha muerto el gran Euclides y ya el ser humano no tiene contención ni refugio, por eso ya nada asombra y todo da lo mismo, como en el genial Cambalache de Discépolo.

Nuestro país no escapa a este desmadre imperante y desde hace años ha diseñado una matriz de corrupción que abarca a instituciones, jueces, empresas e individuos.

No en vano la excelencia de la virtud de la Justicia fue la primera norma de la antigüedad; y por eso Platón afirmaba que “el bien es orden, armonía, proporción; de aquí que la virtud suprema sea la justicia”. Más todo esto no da lugar en Platón a una ética individual, sino también en una ética social orientada hacia la filosofía política.

Siglos más tarde, el barón de Montesquieu, tratando de preservar ese estado ideal de justicia advertía que “el principio de la democracia se corrompe cuando una nación pierde el sentido de igualdad”.
Este incremento de la corrupción existe porque la sociedad y el hombre contemporáneo están atravesando la mayor y más profunda crisis de valores que se tenga memoria.

En nuestro país –estamos en las vísperas del Bicentenario de la Declaración de nuestra Independencia- la corrupción es un hecho cotidiano y en todos los niveles, tanto que ante ella la sociedad parece haber perdido su capacidad de asombro, porque cuando un mal se generaliza, termina por ser tolerado.

Es que también los pueblos necesitan tener altamente desarrollado un grado ético que les permita hacer un uso virtuoso de la libertad, caso contrario los valores de una nación son estragados por los vicios y los malos hábitos.

Al respecto, Santo Tomás decía que “la libertad de la voluntad es un supuesto de toda moral y que solamente las acciones libres, derivadas de una reflexión racional, son morales”. Perón, en su libro “La comunidad organizada” acotaba que “la libertad fue primariamente sustancia del contenido ético de la vida, pero por lo mismo nos es imposible imaginar una vida libre sin principios éticos, como tampoco pueden darse por supuestas acciones morales, en un régimen de irreflexión o de inconsciencia”.

El Mahatma Gandhi expresó amargamente que “debemos admitir el hecho de que el orden social con que soñamos no puede sobrevenir con el Congreso de hoy. Hay tanta corrupción que eso me asusta. Todos quieren llevar en el bolsillo el mayor número de votos, porque los votos dan el poder”. Kripalani agregó que “se sentían impotentes ante la burocracia, el agio, la corrupción, el soborno, el mercado negro y el oportunismo”.

No en vano Aristóteles escribía que “El hombre es un ser ordenado para la convivencia social; el bien supremo no se realiza en la vida individual humana, sino en el organismo supraindividual del Estado, porque la ética culmina en la política”.

“El poder de infección de la corrupción es más letal que el de las pestes” escribía Roa Bastos, uno de los mayores estudiosos del tema del poder. Y eso lo estamos palpando casi cotidianamente en la Argentina de hoy.

Hace ya varios años el gran ensayista, poeta y escritor Ezequiel Martínez Estrada lo confesaba a Tomás Eloy Martínez diciendo que “Estamos muertos de silencio. Todos en mi país saben tanto o más que yo, pero tienen la sagacidad de callarlo. En la conspiración está comprometido el 80 por ciento de los argentinos. El único tonto fui yo, porque me atreví a revelar el secreto de nuestra desgracia”. Y depositó esa tarde en su casona de Bahía Blanca la inquina sobre los tratadistas de derecho, “que no han señalado con el dedo las usurpaciones políticas”; contra los jueces, “que han abrazado la corrupción general como si fuera una cruzada patriótica”. Y culminó confesando dolorosamente “me siento abatido ahora, destruido moralmente y solísimo”.

¿Habrá salida para las tragedias argentinas? ¿El pueblo, esos hombres y mujeres que trabajan cada día donde al decir de Eduardo Mallea “donde se produce toda fuente y tienen de su Patria una idea de limpia grandeza” verán algún día que se haga justicia y se acabe la impunidad? ¿Podremos los argentinos recuperar la confianza en las instituciones, que es en última instancia la confianza en nosotros mismos?

¿A doscientos años de la gesta de Tucumán, tendremos la entereza y el valor para reconstruir la Nación?
El tiempo, y sólo el tiempo tendrá la última palabra.
*Escritor-Valcheta