Repitencia: evitar lo peor ● Soledad Vercellino
Es una idea generalmente aceptada que si al final de cierto grado un alumno no alcanza los objetivos curriculares, no está en condiciones de iniciar el siguiente con posibilidades de éxito, por lo que por su propio bien conviene que curse el mismo grado por segunda ocasión, con lo que podrá alcanzar los objetivos correspondientes y, entonces sí, pasar al grado siguiente para continuar sus estudios.
Esta idea está tan arraigada que si un maestro no reprueba a ningún alumno se le tiende a considerar sin más como negligente y laxo. Lo mismo suele ocurrir con las escuelas: no es raro que las más reconocidas como de alta calidad alcancen ese prestigio por el hecho de que reprueban a una proporción considerable de los alumnos.
Ahora bien, existen algunos estudios (Muñoz Izquierdo, 1979; Martinez Rizo, 2004; Duro, E. y Kit, I, 2007) que contradicen el supuesto de que repetir el año asegura aprendizaje. Sostienen que hacer repetir no nivela y que es una decisión que no responde a patrones homogéneos, por el contrario, es un acto definido dentro de cada institución escolar, lo que conlleva que con iguales resultados de aprendizaje un alumno repita en una escuela y promocione el grado en otra; que no hay relación consistente entre calidad del aprendizaje y repitencia, ni entre repitencia y resultados educativos. También advierten el impacto que para cada niño o niña tiene repetir. Decía Berta Braslavsky: “los hacemos repetir, ¿qué van a hacer el año que viene? Vuelven a hacer todo lo mismo: la ficha, el grado […], lo obligamos a hacer repetir mientras que los otros pasan. Tienen la sensación de fracaso, de minusvalía; los otros han podido, ellos no han podido y en la familia se genera la sensación de que a los chicos ´no le da la cabeza´” (Duro, E. y Kit, I, 2007)
Para quienes consideramos que la escolarización en una experiencia deseable y necesaria, y por ello un derecho de los niños y adolescentes, la repitencia escolar y sus derivados (de la sobreedad hasta la deserción escolar), son un síntoma no sólo del fracaso de lo escolar (no de tal o cual escuela, ni de tal o cual sistema educativo, sino de una forma de hacer escuela, el muy interpelado modelo ‘moderno’ de escuela) sino también de las dificultades que tenemos los adultos hoy a la hora de humanizar, de ingresar en la cultura a esos llegan a este mundo después de nosotros.
Veamos más en detalle. Tal vez es de perogruyo, pero déjenme reparar en la obviedad: la repitencia aparece sobre el telón de fondo de una forma de organización temporal de la escolarización, que Flavia Terigi (2003) denomina el cronosistema escolar. Se trata de un sistema cronológicamente estandarizado, en el que a cada año escolar le corresponde un nivel de esa graduación, en el que agrupa a los sujetos por edades, poniéndolos a todos en un hipotético punto de partida común (los 6 años). A cada año calendario corresponde un grado escolar y cada grado escolar se corresponde con un determinado año de la edad cronológica.
El cronosistema supone un ritmo de aprendizaje esperado que luego se instituye en lo “normal”. Y ese ‘patrón’, lo esperable, pesa como espada de Damocles no sólo sobre aquellos alumnos que aprenden a otros ritmos, sino también sobre los docentes, pues tiene consecuencias sobre los desarrollos didácticos en los que pueden apoyarse cuando diseñan sus propuestas educativas. Es que en general, cuando se piensa en las propuestas más adecuadas para enseñar un contenido escolar típico como por ejemplo, la alfabetización inicial, se tiene en mente –de manera tácita o de forma explícita- una imagen del aprendiente que es cercana a lo que sabemos acerca de las posibilidades cognitivas de los niños de cinco, seis o siete años (Terigi, F. 2003).
El lector sabrá que esa forma de organización: un grado= un año= una edad cronológica esperada, corresponde a un formato de lo escolar, pero no es natural, universal ni ahistórica. El mismo sistema educativo contiene instituciones que en su organización quiebran esas equivalencias, tal es el caso de las escuelas rurales con plurigrado, las experiencias de aceleración desarrolladas en Brasil yla Ciudadde Buenos Aires y las escuelas no graduadas. Ahora bien, estos modos alternativos de organización de la escolaridad no pueden instalarse sin más en las escuelas, pues, como decía más arriba, el saber didáctico acumulado responde a la norma graduada de la escolarización (Lahire, 2006; Terigi, 2006). No sé si se trata de quitar los grados, de proponer de un saque otra forma de lo escolar. Primero porque el dispositivo escolar, ese conjunto de discursos, reglamentaciones, medidas administrativas, enunciados científico-pedagógicos, instalaciones arquitectónicas, habita nuestra cabeza. Moldea nuestra cabeza. La de los adultos, en cualquier función que ocupemos (gestores educativos, maestros, padres).
Es decir, más que instituir nuevas formas, otro dispositivo, apuesto, en principio, a la potencia instituyente de los actos mínimos, cotidianos de aquellos adultos que habitan esas organizaciones. Ya nos advierte Ignacio Lewkowicz: lo que la organización no puede “el agente institucional lo inventa; lo que la institución ya no puede suponer el agente institucional lo agrega.[…]. Si el agente no configura activamente esas operaciones, las situaciones se vuelven inhabitables” (Lewkowicz, Ignacio: 2004).
Se trata de reparar y habilitar decisiones –con un profundo contenido ético y político- que los adultos toman en relación al futuro escolar de los niños en el día a día y que crean otras (no necesariamente nuevas) condiciones de escolarización y oportunidades para aprender. Muchas de esas decisiones son casi inconfesadas, porque van a contramano del discurso y el formato pedagógico hegemónico. Son, en general, decisiones que desmontan los supuestos institucionales y evitan que lo peor ocurra.
¿Qué es lo peor? No creo que lo peor sea que un niño repita. Tampoco lo peor es que promocione de grado sin acreditar los contenidos esperados. Lo peor es que todo esto ocurra sin pena ni gloria para él mismo, que el niño quede invisibilizado, que el tiempo pase en vano (ya sea en el mismo grado, ya sea pasando). Es decir, que la escuela renuncie a ser un lugar que ofrezca algo del orden de la cultura; un “otro lugar”, que implique la inscripción de una diferencia entre las formas de habitar el mundo.
Lo peor para un niño es que los adultos renunciemos a nuestro compromiso generacional de filiarlos en la cultura.
Lic. Soledad Vercellino.
Docente dela Universidad Nacionaldel Comahue yla Universidad Nacionalde Río Negro.
Referencias bibliográficas:
Duro, E. y Kit, I (2007): Todos pueden aprender – Propuestas para superar el fracaso escolar. Fondo de las Naciones Unidas parala Infanciay Asociación civil Educación para todos. 1a edición.
Lahire, B (2006): El espíritu sociológico. Editorial Manatial.
Lewkowicz, I. (2004): “Sobre la destitución de la infancia”. En: http://www.pagina12web.com.ar/diario/psicologia/9-43161-2004-11-04.html
Martínez Rizo, F. (2004): “¿Aprobar o reprobar? El sentido de la evaluación en educación básica”. Revista Mexicana de Investigación Educativa, Volumen 9, Num 23, pp 817-839.
Muñoz Izquierdo, C. et al. (1979). “El síndrome del atraso escolar y el abandono del sistema educativo”, Revista Latinoamericana de Estudios Educativos, vol. IX, núm. 3 pp. 1-60.
Terigi, F. (2003): “La aceleración del tiempo. y la habilitación de la oportunidad de aprender”. En AAVV: Infancias y adolescencias: la habilitación de la oportunidad. Fundación Centro de Estudios Multidisciplinarios/ Ediciones Novedades Educativas.
Terigi, F. (2006): Diez miradas sobre la escuela primaria, Buenos Aires, Siglo. XXI Editores Argentina