La meseta de Somuncura ● Jorge Castañeda
Allá y hace tiempo las piedras augures dieron nombre y bautizo a una de las mayores mesetas del Sur: Somuncurá. “Un horizonte en movimiento”, un gigante de piedra y de silencios que sobrecoge por su misterio, un espacio donde el hombre se mide con la naturaleza más exigente. Donde las tropillas invisibles abrevan en las lagunas mecidas por el viento irascible que baja de los cañadones, en los cuales a veces el agua se enfurece y arrastra las piedras como si fueran figuras de cotillón.
Somuncurá. “Un secreto de remotas edades en acecho”. Un patrimonio primigenio que desde los tiempos remotos como un ángel tutelar custodia los viejos saberes ancestrales donde hombres y animales intuyen la pertenencia a un ámbito de mágicos hechizos. Somuncurá. La proa primordial de un pasado que “habla” de edades pretéritas donde la naturaleza y el hombre se medían en igualdad de condiciones. Donde la luna camina por los pedreros del último confín de los confines, mientras la temible “piedra rodadora” va dejando su huella de mal augurio en los arenales ardidos por el sol canicular y redondo de los veranos.
Somuncurá. Un laberinto de claves olvidadas en el fondo de los tiempos. Corrales de pircas deshilachados y perdidos colgados los montes. Silencio sagrado de los escoriales. Los últimos pilquineros. El domador de potros. La sangre de yegua. Los puesteros. La chivada. El zorro colorado astuto y rapaz, los ojos fijos de los matuastos mimetizados en el pedrerío de los escoriales. Al decir de Neruda el lugar donde “la pata gris del Malo pisó estas pardas tierras”.
Somuncurá. Donde los cerros escupen al timorato que quiere subirlos para faltarles el respeto. Donde hay que descalzarse como Moisés en el Sinaí. Quitarse las sandalias y ver las huellas con ojos de baqueano para apreciar el legado superior que dejaron los antiguos. En los petroglifos. En la piedra dueña de Yamnagoo, en los enterramientos rituales de Sierra Apas. En las “pilas de monedas” tan sorprendentes como las verbenas en flor. En las puertas de piedra. En las distancias que nunca se terminan donde se desfonda el tiempo que conocemos nosotros. En la escala familiar que sube al cielo como el humo propiciatorio en una columna que señala el latido de la vida humana entre tanta inmensidad.
Somuncurá. En la vertiente natural de “La Gotera”, para aplacar la sed del viajero ahíto de saberes. Pila bautismal en medio del desierto, oasis de pocos álamos colgados en los cerros y donde en la oquedad de la gruta, en el techo –nave catedral lítica- desde una curiosa cruz cae el agua milagrosa que purifica los cuerpos y reposa las almas. Un Jordán al revés. Un frescor de hontanar, un río de agua diáfana para vivificar los eriales interiores.
Somuncurá. Un latido en la distancia. Un movimiento entre las piedras. Una cueva llamada de “Curín” donde aún se escuchan los relinchos de la potrada y se teme el paso de los bandoleros temibles y legendarios como el de Bailoretto, registrado para siempre en la libreta de tapas negras entre la nómina de los vicios a comprar y el recuento de los animales a su encargo.
Somuncurá. Donde los pozos respiran entre las piedras cercanas a la laguna Azul. Su ciclo de 36 horas aspirando y expulsando aire salmodia los misterios más recónditos del más recóndito de los lugares del mundo. ¿Corrientes de agua subterránea? ¿Flujo y reflujo del mar en plena ámbito mesetario? ¿El pecho subterráneo de Elengashel –el Gualicho de los tehuelches- midiendo el ritmo de todos los mitos? Enigma que se suma a otros enigmas. Hebra imprescindible del hilo salvador de Ariadna para no perderse entre tanto laberinto de coirón y leña de piedra.
Somuncurá. Donde los pájaros anuncian las nevadas con el rebate de sus alas inquietas (anuncian la nieve con una precisión notable), donde los promontorios de piedra volcánica son mangrullos para orientar a los perdidos. Donde la nieve se guarece a su propio arbitrio y su manto níveo sepulta puestos, alambrados y animales igualando con su rasero implacable y recurrente la vida de hombres y mujeres. Donde las estrellas están tan cerca que se pueden tocar con las manos. Donde se puede hablar con el silencio. Donde el mundo es distinto. Donde se alcanza la completa dimensión que solo la naturaleza sabe llenar de bonanzas y lasitudes. Donde se puede caminar en una soledad que sin embargo nos comunica con todo lo importante: el sentir de la vida.
Somuncurá. Planiza elevada y azul, vieja arcadia perdida, fortaleza olvidada donde palpitan todos los misterios y donde los arcanos se develan para el que sabe oír, para el que tiene oídos como decía el apóstol en la isla de Patmos. Porque justamente Somuncurá es eso: piedra que habla, nodriza de la Patagonia, señora de los vientos, madre de las vertientes. En la ganga que cubre de toba las piedras insignes, en las tunas de espinas arteras, en los arroyos incipientes que bajan a los vallecitos para regular la vida de pueblos y de parajes, porque Somuncurá es un gigante dormido, una ciudadela no herrumbrada por los años, un testigo de los tiempos, el umbiculis mundis que tanto buscaron aventureros, estudiosos y viajeros.
Para los hombres de limpio corazón, para los que buscan, para los que necesitan encontrarse en las distancias y el silencio, para los que ansían “escuchar” la meseta de Somuncurá es más que un accidente geográfico: Somuncurá es un destino.
Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta