Acerca de nuestra pertenencia, identidad y unidad americana ● Enrique Minetti
Es común escuchar o leer, por ejemplo, que determinado Club de básquet contrató un “americano”. O que tal o cual producto es de origen “americano”. Que Audie León Murphy fue el soldado “americano” más condecorado de la segunda guerra mundial. Que en la referida contienda bélica los submarinos “americanos” desplegaron tal o cual estrategia. Y como ícono de estas expresiones se ha acuñado la de “el sueño americano”.
Todos sabemos que el vocablo utilizado refiere a los “norteamericanos” y, en el último ejemplo, al sueño estadounidense.
Sin embargo, pareciera estar instalado el vocablo “americano” como sinónimo de norteamericano en el lenguaje cotidiano y en los medios masivos de comunicación, tanto escritos como audiovisuales.
Tal hecho, tomado como un dato de la realidad, debe movernos a reflexionar en torno al mismo.
Que se utilice el término en el país del norte de América o en Europa, si bien no es justificable, es comprensible en función de los patrones culturales que operan en aquellas latitudes. Lo que resulta sorprendente es que lo utilicemos también nosotros en estas tierras. En la mayoría de los casos sin siquiera darnos cuenta.
Los sudamericanos o latinoamericanos somos igual de americanos que los norteamericanos. Esta afirmación, que aparece como una verdad de Perogrullo, en mi opinión, no lo es tanto.
Pareciera reconocerse -aún a nivel inconsciente-, esto es, en forma involuntaria, maquinal, indeliberada, una suerte de capitis deminutio en quien la emplea. Un reconocimiento implícito de que el significante “americano” describe al pueblo estadounidense o a lo estadounidense y no nos incluye en tanto sudamericanos.
Cierto es que ha habido y hay una formidable maquinaria de colonización cultural promovida desde el gran país del norte -y no me refiero, en este caso, a nuestro hermano país Bolivia- que ha coadyuvado, entre tantas otras consecuencias y sólo en lo que aquí respecta, a que se acuñara el concepto de americano como referido únicamente a ellos.
Piénsese -sólo como un ejemplo- en la industria cinematográfica producida en la posguerra y el fenómeno propagandístico introducido a través de las innumerables películas que se nos impusieron y consumimos durante años en las pantallas de los cines argentinos. Allí, el “bueno” es siempre el soldado yanqui, el “americano”. Los enemigos son personificados como verdaderos monstruos inhumanos.
La aprehensión de concebirnos americanos, se inserta en la historia del “nosotros” y de lo “nuestro” que tan brillantemente desarrolla Arturo Andrés Roig. Filósofo, historiador, escritor y docente mendocino.
Así, infiere que debemos partir de concebirnos como una diversidad, que resulta ser el comienzo de todos los planteos de unidad. Diversidad que proviene de las diferentes nacionalidades, de las tradiciones de donde se proceda o del grupo social al que se pertenece. Conforme tengamos una clara conciencia de esto, mayor o menor será el grado de universalidad de la unidad, entendida como actual o como posible.
Fue en el siglo XVIII cuando se generalizó el término “América”, aunque databa desde antiguo. Recién en la segunda mitad del siglo XIX se hablará de “América Latina” y a comienzos del siglo XX aparecerán los términos “Hispanoamérica”, “Iberoamérica”, “Indoamérica”, Euroamérica” y “Eurindia”. Y será a partir de 1900 cuando Estados Unidos heredando el poder imperial europeo en América Latina, empieza a aplicar su política expansionista a la vez que surge la cada vez mayor participación de los pueblos históricamente oprimidos. En 1845, luego de diez años de guerra, se produce la anexión del estado separatista de Texas a los EEUU. En 1847 el país del norte toma la capital de México y obliga a reconocer la ocupación militar de los estados de California y de Nuevo México. Como resultado la nación azteca perdió la mitad de su territorio. Estas circunstancias y la importancia que iba adquiriendo Francia como potencia “latina”, alimentaron la ideología panlatinista, surgiendo así la expresión “América Latina”.
En 1861 se produce la invasión francesa a México como consecuencia de la política imperialista de Napoleón III. Alberdi apoya la intervención francesa denunciando como “exceso de americanismo” las luchas de los patriotas a las que considera “la reacción del americanismo indígena y salvaje”. Defiende a la aristocracia latinoamericana y a la monarquía como forma ideal de gobierno oponiéndola a la república que significaba para él la intromisión en la cosa pública de las masas ignorantes.
Roig parte de la premisa de “ponernos a nosotros mismos como valiosos”, la que se encuentra íntimamente asociada al concepto de “lo nuestro”, en el sentido de “nuestro modo de ser”, “nuestra identidad”. De allí que resulte de sumo interés lo que han sostenido escritores latinoamericanos como José Martí, Carlos Octavio Bunge, José María Torres Caicedo y el mismo Simón Bolívar -en las célebres Cartas de Jamaica- respecto del concepto de “lo nuestro” y del término “nuestra América”. El punto de partida es la “diversidad”, a la que Martí denomina “lo que es”. Somos, dice, “el potro del llanero”, “la sangre cuajada del indio”, el “país”, “el estandarte de la virgen de Guadalupe”, “las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza”, “el alma de la tierra”. Pero también somos “el libro importado”, “los hábitos monárquicos”, “la razón universitaria”, “las capitales de corbatín”, “los redentores bibliógenos”, “la universidad europea”.
Sostiene lúcidamene Roig: “De esta manera, lo “nuestro” de “nuestra América” se presenta bajo una doble faz: es un presente, un ser, lo dado como diversidad y más aún, como diversidad caótica; pero también es lo “nuestro” un proyecto y una posibilidad en cuanto que el secreto mismo de las razas nos asegura una unidad futura, que de alguna manera habrá de probar que ya se encuentra, por lo menos en principio, en medio de aquel caos. El problema consiste, dicho con otras palabras, en pasar de una “heterogeneidad” a una “homogeneidad”, partiendo del principio de que dentro de lo diverso existe algún elemento que no se muestra como factor de caos o de disociación sino todo lo contrario por lo que la unidad depende de las posibilidades y suerte de ese elemento salvador”.
Sin duda alguna el tema es fascinante. Hace a la valoración de nosotros mismos como americanos, como latinoamericanos. De allí el comienzo un tanto anecdótico de la presente nota. En mi opinión, es imprescindible operar un fuerte arraigo en la rica historia de nuestros orígenes, de las luchas de nuestros pueblos, como continente y como país. Porque, al fin y al cabo, estamos parados sobre la historia, la tenemos debajo de nuestros pies.
El desarrollo cada vez más profundo y entrañable de la conciencia histórica de los pueblos de la América Latina nos habrá de llevar inexorablemente a fortalecer nuestra identidad, concibiéndonos como valiosos en pos de la soñada conformación de la unidad latinoamericana en beneficio del conjunto y de cada una de las naciones que la integran, ofreciendo al mundo entero nuestra riquísima diversidad cultural, al tiempo que aseguraremos la custodia de la independencia de América para los tiempos.
ENRIQUE C. MINETTI