Pena y pasión de Ezequiel Martínez Estrada ● Jorge Castañeda
Hace ya casi cuarenta años fallecía en mi ciudad natal de Bahía Blanca uno de los más grandes escritores y ensayistas que ha dado nuestro país: Ezequiel Martínez Estrada. Pobre y olvidado pasó sus últimos años recluido y enfermo en su casona de la Avenida Alen. Era tal vez la conciencia de la patria o como a él mismo le gustaba decir “un ídolo en desgracia”.
Siempre que visito Bahía Blanca y que paso por la que fue su casa no puedo menos que emocionarme al pensar que don Ezequiel vivió en ella el desencanto de haber sido una voz en el desierto. Y para el mayor de todos los oprobios “una voz profética”. Pero ya se sabe que los profetas pagan muy caro la osadía de decir las cosas que a nadie le gusta escuchar. Y menos en este país en decadencia. Y menos aún a los dueños del poder y sus aduladores.
Sufrió en carne propia todas las humillaciones imaginables por el solo pecado de decir su verdad, desde “las miserias de preparar las comidas por sí mismo y alimentar a los pájaros”, cosechar los vituperios de sus contemporáneos en el mundo de las letras, el encarnizamiento o lo que es peor del silencio de casi toda la prensa sobre su obra literaria, malvivir económicamente con el cobro de una jubilación miserable que completaba con algunas colaboraciones ocasionales en la revista “Cuadernos Americanos”, que le pagaba dos dólares y medio por cada página, hasta la “sanción artera” que le infligieron cuando lo rebajaron en el servicio en Correos y Telecomunicaciones, “donde se abrieron ante sí meses de pesadillas”.
En un reportaje que le concedió a Tomás Eloy Martínez tres meses antes de fallecer le dijo con voz destemplada que “desde hace años la Argentina está en manos de los usurpadores. A partir de 1930, hemos vivido con tres ruedas sobre los rieles y una cuarta en el aire. La cuarta rueda es el símbolo de aquellos períodos efímeros en que contamos con un gobierno supuestamente legítimo que era de inmediato derrocado”. Y con palabras más lapidarias que las del profeta Ezequiel apostrofó diciendo “¡Pobrecitos, pobrecita gente! Cuando tuvimos un gran hombre como Hipólito Yrigoyen o Juan Perón o era un incapaz o era un canalla”.
Y le dijo a su mujer: “Si tengo que hablar, Agustina, no debo mentir”.
En esa tarde de Bahía Blanca todavía resuenan las palabras del escritor relativas a esta tierra de los argentinos donde nada parece haber cambiado: “Estamos muertos de silencio. Todos en mi país saben tanto o más que yo, pero tienen la sagacidad de callarlo. En la conspiración está comprometido el ochenta por ciento de los argentinos. El único tonto fui yo, porque me atreví a revelar el secreto de nuestra desgracia”.
Y con una clarividencia y lucidez asombrosa desenmascara a “los tratadistas de Derecho que no han señalado con el dedo las usurpaciones políticas; los jueces que han abrazado la corrupción general como si fuera una cruzada patriótica y los profesores de literatura que cuando ven luchar a un hombre como yo, se le arrojan encima para que sus amos le ofrezcan un poco más de carne”.
Escribe Eloy Martínez que “por miedo, el viejo había renunciado a seguir leyendo los periódicos después del asesinato de John Kennedy, había aceptado la inmovilidad y el retiro como un signo místico de su indignación y no encontraba en la vida otro sentido que hablar en nombre de los ofendidos y de los humillados”.
Decepcionado –cuenta Eloy Martínez- “negó toda salida a las tragedias argentinas. Para encontrarla se debería conocer el mapa de la cárcel donde estamos confinados. Si lo tuviéramos, podríamos matar al gendarme. Pero no hay mapas. Quizá ni siquiera hay gendarmes. Todo lo que nos queda, entonces, es sentarnos a la puerta de nuestra celda y ponernos a llorar”.
Murió Ezequiel Martínez Estrada un 3 de Noviembre de 1964 y al cementerio de Bahía Blanca “no lo siguieron sino unos pocos deudos y los caudalosos pájaros que siempre trae el verano. Los diarios fueron mezquinos al describir su talento y enconados al evocar su rebeldía”.
Pero ha quedado el fruto de su talento y entre su vasta obra tanto en prosa como en verso dos mojones del pensamiento nacional: “Radiografía de la pampa” y “La cabeza de Goliat”. Sería bueno volver a ellos para mirarnos en nuestro propio espejo e interpelarnos todos los argentinos por este bendito país que todavía no supimos conseguir.
Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta