Una historia golondrina ● Jorge Castañeda
El sol opresivo del norte cae a pique sobre el caserío. Un enjambre de moscas alborota la tarde. Los perros famélicos descansan su tedio a la sombra de las malezas. Unas mujeres trajinan las calles de tierra trayendo baldes de agua desde la única canilla pública que existe en muchas cuadras a la redonda. Las casas, irregulares y precarias, como las de cualquier asentamiento periférico de esta Argentina doliente no desentonan con el entorno.
Ya se sabe “los pobres no tienen historia”. O tal vez sí la tienen, pero son historias tristes y de poca monta que a casi nadie le interesan. A los del otro país, a los poderosos, menos les importa. No se imaginan lo que es que falte un plato de comida en la mesa, ni estar sin trabajo y con los hijos sin ropa, durmiendo todos apretados en una habitación de cuatro por cuatro sobre los colchones tirados en el piso. No saben lo que es la necesidad. Sin agua potable, sin baño. Para ellos son apenas una estadística, un número.
Y allí, los inescrupulosos, como siempre, hacen su agosto. Venden fantasías, prometen paraísos: buenos salarios, mejor comida, lugares confortables para el descanso y condiciones dignas. Allá en el valle de Río Negro en los trabajos de la cosecha -dicen- todo irá mejor. Se podrá hacer una buena diferencia y dotar a la familia de una cierta tranquilidad. Valdrá la pena estar algunos meses afuera de la casa.
Y allí comienzan las peripecias, dejar el documento, firmar un contrato con muchas letras chiquitas y subir al micro. Comer una vianda y soñar. Serán kilómetros y kilómetros mirando por la ventanilla el futuro prometido, saber que los brazos sirven para algo, no sentirse inútiles, pensar en qué se va a utilizar el dinero ganado una vez hecha la campaña.
Y extrañar, extrañar mucho a la familia que cada vez queda más lejos. ¿Se podrá salir de pobre alguna vez?
El sol del Alto Valle no es menos impiadoso que el del norte. Y el viento de la Patagonia es un mal anfitrión como para desalentar a cualquiera. El paisaje sí es lindo: las cortinas de álamos, los canales de riego, ¡cuánta agua!, los montes frutales, la tierra feraz, los pueblitos uno más pintoresco que otro.
Y al bajar del micro, al ser llevados al establecimiento frutícola el primer desengaño: el galpón para dormir tiene el techo lleno de agujeros y las camas encimadas una casi al lado de la otra, unas frazadas raídas que han conocido tiempos mejores, los sanitarios en condiciones deplorables, el trato impersonal y casi inhumano, los horarios impiadosos, la comida pasable. Algo anda mal. Y la desgracia, hermana del desengaño, comienza a mostrar la hilacha a los obreros golondrinas. Porque así se los llama: golondrinas. Por venir de lejos, por buscar otros horizontes más felices, por ser temporarios.
La proveeduría, como en otras épocas de las que es mejor no acordarse, fía a precios de oro los vicios necesarios para ir aguantando hasta el cobro de la quincena.
Para ocultar la nostalgia alguna foto pegada en la pared, el rostro de los hijos que quedaron tan lejos, el silbido dulzón de alguna zamba o la música de algún chamamé.
Los compañeros son todos iguales, solamente una planilla, un par de brazos, una máquina para cosechar, las mismas historias, la miseria prendida como abrojo, las familias lejos. Y el sol cayendo a plomo sobre el monte, impiadoso, canicular.
¡Si uno pudiera refrescarse en el canal que lindo sería! Olvidar las penas por un rato, armar un cigarrillo a la sombra, mirar el cielo tan igual al del norte, ese lugar que está lejos y donde esperan la mujer y los hijos.
Si se prestan oídos a lo que dicen algunos compañeros más veteranos el bichito de la preocupación comenzaría a despertarse. ¿Será cierto? Pero más vale no preocuparse ¿para qué?
Habrá que esperar el fin de semana para ir a divertirse al pueblo. Bueno, divertirse es una forma de decir. Acá los golondrinas son como extraños, se los mira mal, las chicas los ignoran y las miradas dicen que no son bienvenidos. Son como sapos de otro pozo. Por eso nunca viene mal el vino compañero y la música de cumbia que aturde los sentidos. Total el pobre siempre será pobre en cualquier lugar. La pobreza se huele, es como una segunda piel que se pega al cuerpo.
¿Será cierto eso que dicen? ¿Qué el dinero prometido no será tal? ¿Qué con los descuentos que se hacen no queda ni la mitad de la plata? ¿Qué no hay que preguntar y menos todavía protestar? ¿Qué no hay que ir a la Delegación de Trabajo para ver si están bien las liquidaciones?
El recibo de sueldo es un golpe a traición. Muestra todas las mentiras, exhibe el magro salario por tantas jornadas de trabajo bajo el sol. Destruye las promesas. Rompe los sueños. ¿Cuándo se terminarán las desgracias?
Las noticias no son las mejores. Ha desaparecido un obrero golondrina. ¿Habrá alguna justicia para los pobres? ¿Dónde estará? ¿Qué habrán hecho con él?
El viento agita las hojas de los árboles. En las hileras las pomas y las peras hablan de la riqueza del valle de Río Negro. Los galpones de empaque se divisan al costado de la ruta. Los exportadores frutícolas cuentan sus ganancias en euros. Las chicas en los pueblos salen a divertirse. Algún patrullero transita por las calles.
Y el sol, siempre el sol, parece quemar la tierra. En la terminal de micros un grupo de obreros temporarios retorna a su provincia de origen. Allá estaban mejor dicen. Sus rostros expresan el desaliento, el infortunio de ser pobres, la verdad de sentirse engañados, la desdicha de volver a sus casas con las manos vacías. Mirando a esos hombres la vida es triste.
Los micros se alejan. La terminal queda vacía. La vida sigue. Y el sol va cayendo con la tarde. ¿Será cierto que sale para todos?
Jorge Castañeda
Valcheta – Río Negro