El último que apague la luz ● Jorge Castañeda

Seguramente que quién transite los parajes de la Región Sur saldrá como Megafón –el genial personaje de Marechal- “con los ojos reventados de imágenes”.

En el interior rionegrino hay a la intemperie de todos los designios una treintena de pueblitos que agrupa a los crianceros de la región y sus familias, con su pequeña escuelita, a veces un destacamento de policía y con más suerte una salita de primeros auxilios.

Los caminos vecinales para acceder a los mismos están intransitables. Ni por caridad (esa virtud teologal que engendra fe y esperanza) algún funcionario sensible se acuerda de enviar alguna máquina. Pero hablan de inclusión, de justicia social y de otras entelequias que ni ellos mismos creen.

Tuvieron sí, hace algunos años, sus momentos de esplendor cuando un mandatario cabal como Mario José Franco llegó a cada uno de esos parajes con la transformación de su gobierno: escuelas albergues (hoy ignominiosamente cerrados) energía eléctrica, puestos sanitarios, entrega histórica de títulos de propiedad, créditos tutelados para la compra de lanares o vacunos, pero en especial con su presencia para conversar con los pobladores y atender sus necesidades, las que luego derivaba a sus ministros y secretarios. Y siempre tenían respuestas. Sin embargo los liliputienses que nunca faltaron lo criticaban porque solía llegar acompañado por la banda de música de la policía, como si fueran rionegrinos de tercera.

Aparte don Mario no hablaba ni obraba de oído: Mario Franco conocía cada paraje como la palma de su mano y también a la mayoría de los vecinos. Era otro más con ellos y nunca los olvidó. Así de alguna forma también lo fue el entonces gobernador del Territorio el Ing. Pagano.

Hoy a más de cuarenta años la realidad de los parajes es otra. Hasta las condiciones climáticas parecen haberse ensañado con los pequeños productores diezmando sus majadas y llevándose hasta la esperanza. El viento que levanta remolinos de polvo, el olvido y la pobreza que nunca viene sola.

En materia sanitaria a veces no hay ni siquiera una ambulancia para el traslado y el enfermo debe ir en la camioneta de algún vecino, si tienen la suerte de disponer del dinero para el combustible.

En lo que a educación respecta el ajuste ha recaído en forma brutal sobre los parajes. Decisiones tomadas desde los despachos ministeriales que no contemplan el futuro de los niños del interior rionegrino.

El programa de control de la hidatidosis por razones meramente económicas no se hace más o se hace a los ponchazos, como casi todo en esta bendita provincia.

No hay una política uniforme en el control de plagas. Y el Ente para el Desarrollo de la Línea y Región Sur (en cuyo territorio están asentados la mayoría de los parajes) está paralizado con fuertes problemas internos, denuncias por maltrato, gastos burocráticos por afuera del Directorio y prácticamente desentendidos de la problemática de toda la zona.

Estas cosas sinceramente no parecieran importarles mucho a los actuales funcionarios. Están en otra: en sus mega sueldos, con el nepotismo de los cargos para parientes y amigos, con sus privilegios de casas alquiladas que paga el estado, con sus viajes en avión o en cómodos vehículos de alta gama.

No todos, porque generalizar es malo y también hay algunos que se comienzan a solidarizar con estas situaciones y a obrar en consecuencia.

Es lo que se espera de ellos; que no se olviden que están ejerciendo los cargos provinciales por el mandato de quienes los han votado y que esperaron de su gestión tiempos mejores.

Los hombres y mujeres que aún viven y trabajan en los parajes son dignos de todo encomio. Son la parte oculta de esa Argentina invisible que soñó Eduardo Mallea en alguno de sus libros.

Esos pobladores, esos argentinos, -al decir del escritor- “que llevan en el corazón el sentimiento severamente exaltado de la vida, las manos con el gesto de dar y la espera eternamente presente en sus pupilas”.

A esos hombres y mujeres que viven cotidianamente en los parajes les debemos respeto, admiración y solidaridad. Por todo lo que han dado. Por esa idea de limpia grandeza de su tierra. Por soportar en silencio “la depredación llevada a cabo contra sus conciencias y por el asalto y la violación de su domicilio moral”.

En lo personal debo agradecer a los muchos lectores que me alientan para seguir escribiendo sobre estos temas y también puedo decir como Mallea que “después de intentar durante años paliar mi aflicción inútilmente, siento la necesidad de gritar mi angustia a causa de mi tierra, de nuestra tierra”, en este caso la región sur de Río Negro.

Porque algo debemos debe hacer. De cada uno es la responsabilidad. Sino, literalmente, que el último apague la luz.

Jorge Castañeda

Valcheta.