La moral de los buitres ● Javier García Guerrero
La provisional convocatoria a optar, por lo menos hasta Enero, entre “Patria o Buitres” propone una superioridad moral en la posición de acompañamiento a otros “amados” buitres locales que maquillados de paladines de los desposeídos, se enriquecen a costa del dinero de los jubilados y cobrando el impuesto inflacionario a los más vulnerables.
Personajes K ilícitamente enriquecidos desde el estado utilizando mal disimulados testaferros que sobreactuando intentan disimular un pasado oscuro dedicado durante los años de plomo a la usura y al remate con la complicidad del Banco de Santa Cruz de inmuebles de los pobres atrapados por la indexación. Ahora nos invitan a llamar “patria” y apoyar a los mundialmente reconocidos buitres como David Martínez, George Soros. Chevron y sus esbirros locales, que con su complicidad nos santicrucifican despojándonos de las telecomunicaciones, las tierras, las finanzas, los hidrocarburos, etc. en un proceso inédito de concentración económica. La crisis avanza a un ritmo sólo comparable a la búsqueda de chivos expiatorios y soluciones inmediatas, espectaculares y originales (es decir, milagrosas). Cuando bajen las aguas electorales, se podrá comprobar que las falencias tan arraigadas y extendidas solo podrán superarse con firme determinación, racionalidad y constancia. Serán necesarias las herramientas menos usadas en nuestra vida pública: un sincero acuerdo político para despartidizar la administración pública tornándola profesional y eficiente, un sistema de control de resultados e impactos que permita optimizar las decisiones políticas. Debemos mejorar el acceso, la permanencia y las posibilidades de expresión de las personas con condiciones personales y compromiso social, impidiendo que se las expulse, entorpezcan y desalienten.
Para pensar un futuro superador es necesario analizar cómo hemos llegado a esta crisis. El triste espectáculo cada vez más evidente de la corrupción no habría alcanzado los extremos verificados sin el correspondiente proceso de descrédito, vaciamiento de las instituciones y deterioro de la función pública. Sin la desnaturalización de una administración colonizada por los partidos políticos, atiborrada de punteros y privada de sus facultades fundamentales: la planificación estratégica, el control de oficio de la solvencia técnica, la legalidad de las actuaciones, la verificación de los desvíos sobre los objetivos y el impacto alcanzado. Cuando el gobernador Alberto Weretilneck afirma que no es necesario un concurso para designar el Director del principal hospital provincial en Bariloche porque lo relevante es el grado de alineamiento con su proyecto político, es coherente. Coherente con el nombramiento/mantenimiento de ministros designados contra las disposiciones constitucionales, otros con 5 procesos penales previos, otros que se amparan en fueros para descalificar a jueces e ignorar sus mandatos, eso sí, siempre consustanciados con las cambiantes convicciones del gobernador, que cuando los despide los nombra asesores para que no extrañen o se contaminen de nuevas ideas.
La función pública es reiteradamente asociada a la figura de un funcionario anticuado y ocioso, dedicado a urdir “trabas burocráticas”. Esa caricatura la ha fomentado la clase política porque servía muy bien a sus intereses: frente al funcionario de carrera, atornillado por su estabilidad a un puesto vitalicio, arriban periódicamente los gestores dinámicos, el político emprendedor e idealista, la pura y sagrada expresión de la voluntad popular, para mejorar la “gestión”. Si se producían abusos los tribunales actuarían para corregirlos. Los abusos llegaron de la mano de las leyes de prescindibilidad primero y luego del anunciado despido por youtube del 50% de los funcionarios, que se transformó en recontratación oculta luego de pasar por la genuflexión del “besamanos”.
Puede ser que alguna vez los jueces cumplan con su tarea e investiguen a fondo y diligentemente el uso de los fondos reservados legislativos, el caso APEL, el narcotráfico, la trata, los “aprietes” y todos los que involucran como protagonistas necesarios al sistema político. Alguna vez los fiscales avanzarán sobre las prebendas que sin sonrojarse afirman los funcionarios salientes que no han podido investigar ni neutralizar durante su prudente y silenciosa gestión. Alguna vez descubriremos sorprendidos que además de las pactadas prisiones en suspenso e inhabilitación para ejercer cargos públicos se verifica alguna recuperación de los fondos que indebidamente se abonaron desde el estado en beneficio de los avivados. Alguna vez se pondrá coto a las “dobles percepciones”, a las pérdidas de expedientes, a los Limardo, a los Finos, y a los Cacho, a la transa de la Comisión de acciones, etc. Hasta el momento los resultados de las intervenciones judiciales son más que modestos, la Argentina en el puesto 144º sobre 154 países del estudio sobre corrupción de Transparencia Internacional, no ha puesto a un solo político ni a un solo empresario preso por corrupción, con una duración promedio de 12 años en los procesos. Muchas denuncias, mucho ruido y ninguna nuez.
Es oportuno recordar que un juez es como un cirujano, que intenta remediar algo del daño ya hecho: la decencia pública no pueden garantizarla los jueces, en la misma medida en que la salud pública no depende de los cirujanos. Los ánimos están muy cargados, y la gente exige, con razón, una justicia rápida y visible, pero no se puede confundir el castigo del delito con la solución, aunque forme parte de ella. El puesto de un corrupto encarcelado lo puede ocupar otro. El daño que causa la corrupción puede no ser más grave que el desatado por la masiva incompetencia, por el capricho de los iluminados o los trastornados por el vértigo de mandar. Lo que nos hace falta es un drástico cambio simultáneo administrativo, ético y moral, un fortalecimiento de la función pública y un cambio de actitudes culturales muy arraigadas y dañinas, que empapan por igual casi todos los ámbitos de nuestra vida colectiva.
El cambio administrativo implica poner fin al progresivo deterioro en la calidad de los servicios públicos, en los procesos de selección, en las condiciones del trabajo y en las garantías de integridad profesional de quienes los ejercen, implica una carrera administrativa de la que Río Negro carece. Contra los manejos de un político corrupto o los desastres de uno incompetente la mejor defensa no son los jueces: son los empleados públicos que están capacitados para hacer bien su trabajo y disponen de los medios para llevarlo a cabo, que tienen garantizada su independencia y por lo tanto no han de someterse por conveniencia o por obligación a los designios del que manda. Desde el principio mismo de la democracia, los partidos políticos hicieron todo lo posible por eliminar los controles administrativos que ya existían y dejar el máximo espacio al arbitrio de las decisiones políticas. Ni siquiera hace falta el robo para que suceda el desastre.
El demorado cambio principal requerido es en la exigencia y el reconocimiento de la capacidad personal y grupal. En cada ámbito de la administración se han instalado vagos gestores mucho mejor pagados siempre que los funcionarios de carrera. Obtienen sus puestos gracias al favor clientelar y ejercen, labores más o menos explícitas de comisariado político. Gerentes que no saben nada de música o de medicina pero que dirigen lo mismo una sala de conciertos que un gran hospital; directivos de confusas agencias o empresas de titularidad públicas, a veces con nombres fantasiosos, que usurpan y privatizan sin garantías legales las funciones propias de la administración. En un sistema así la corrupción y la incompetencia, casi siempre aliadas, no son excepciones: forman parte del orden natural de las cosas. Lo asombroso es que en semejantes condiciones haya tantos servidores públicos que siguen cumpliendo con dedicación y eficacia admirables las tareas vitales que les corresponden: enfermeros, maestros, médicos, jueces, científicos, administradores escrupulosos del dinero de todos. Que toda esa gente, contra viento y marea, haga bien su trabajo, es una prueba de que las cosas pueden mejorar. Construir una administración profesional, austera y eficiente es una tarea difícil, pero no imposible. Requiere cambios en las leyes y en los hábitos de la política y también otros más sutiles, que tienen que ver con profundas inercias de nuestra vida pública, con esas corruptelas que casi todos, en grado variable, hemos aceptado o tolerado y que el gobierno pretende impunemente describir como “estructurales”.
La necesaria reformulación pasa por la exigencia y el reconocimiento del mérito. Una función pública de calidad es la que atrae a las personas más capacitadas con incentivos que nunca van a ser sobre todo económicos, pero que incluyen la certeza de una remuneración digna y de un espacio profesional favorable al desarrollo de las capacidades individuales y a su reconocimiento social. En la Argentina cualquier mérito, salvo el deportivo, despierta recelo y desdén, igual que cualquier idea de servicio público o de bien común provoca una mueca de cinismo. La derecha no admite más mérito que el del privilegio. El autodenominado “progresismo” no sabe o no quiere distinguir el mérito del privilegio y cree que la ignorancia y la falta de exigencia son garantías de la igualdad, cuando lo único que hacen es agravar las desventajas de los pobres y asegurar que los privilegiados de nacimiento no sufren la competencia de quienes, por falta de medios, solo pueden desarrollar sus capacidades y ascender profesional y socialmente gracias a la palanca más igualitaria de todas, que es una buena educación pública. Una cultura civil muy degradada ha fomentado el ejercicio del poder sin responsabilidad, el gobierno promete pero no se compromete. Nadie se ha beneficiado más del rechazo del mérito y de la falta de una administración basada en él que esa caterva innumerable que compone la parte más mediocre y parasitaria de la clase política, el esperpento infame de los grandes corruptos y el hormiguero de los “parientes”, los acomodados, los punteros, los “operadores”, los alcahuetes, los expertos “barriales”, los titulares de cargos con denominaciones grotescas, los emboscados en gabinetes superfluos o directamente imaginarios. La presencia ampliamente mayoritaria de legisladores que no han culminado la educación secundaria y aún primaria obligatoria, que designan a sus propios parientes igualmente iletrados como asesores, es un escándalo impune de gravísimas consecuencias. El peronismo, que desde su origen constituyó una de las marcas de la identidad nacional, ahora representa tantas cosas que pocos saben si representa alguna. Una oposición sin iniciativa, ni coraje que frente al incesante crecimiento de la desigualdad, el narcotráfico, la corrupción, la inseguridad, la inflación, la trata, no plantea alternativas concretas que conciten interés, reducen la esperanza de cambios efectivos. Unos serán cómplices de la corrupción y otros no, pero todos contribuyen a la atmósfera que la hace posible y debilitan con su parasitismo el vigor de una administración cada vez más pobre en recursos materiales y legales y por lo tanto más incapaz de cumplir con sus obligaciones y de prevenir y atajar los abusos. Una cultura civil muy degradada ha fomentado durante demasiado tiempo el ejercicio del poder político sin responsabilidad y la reverencia ante el brillo sin mérito. Caudillos demagogos y corruptos han seguido gobernando con mayorías absolutas; gente grosera y violenta que cobra por exhibir sus miserias privadas, que disfruta de la fama de la televisión y las compañías felinas; ladrones notorios, adictos a todo lo que haya, se convierten en héroes o mártires, con solo agitar una bandera.
En ‘Vueltas nocturnas’, texto final de «Música para camaleones», Truman Capote plagia la frase de Faulkner con descaro: «Me gustaría reencarnarme en un buitre. Un buitre no tiene que molestarse por su aspecto ni por su habilidad para seducir; no tiene que darse aires. De todos modos no va a gustar a nadie: es feo, indeseable, mal recibido en todas partes. Hay mucho que decir sobre la libertad que se obtiene a cambio». Tanto a Faulkner como a Capote no les importaba ser condenados por la historia, que los recató de la polémica. Sólo estaban atentos a su tiempo y a su obra, es decir, a ese banquete de buitres en el que cualquier realidad, hasta la más insulsa, puede transfigurarse en palabras inmortales.
Lic. Javier García Guerrero. Ex Auditor Principal de la Sindicatura General de la Presidencia de la Nación Argentina