Derrocamiento del Presidente Salvador Allende. En su homenaje
(Enrique Ninetti).- El 11 de septiembre de 1973 el Palacio de la Moneda, con tres siglos de historia y veintitrés presidentes de la República, aparecía humeante y destruido.
El General Augusto Pinochet, que había sido designado por Allende dos semanas antes comandante en jefe del ejército, encabezó el criminal golpe contra uno de los países de Latinoamérica con mayor tradición democrática, iniciando una brutal represión contra la Unión Popular y el pueblo chileno.
Allende confió en su lealtad hasta última hora, ya que lo consideraba un militar constitucionalista, como él mismo se proclamaba, hasta que se sacó la careta y mostró su verdadero rostro de militar ambicioso y traidor.
El presidente Allende, advertido de los movimientos golpistas de la Armada en Valparaíso, llegó a La Moneda, acompañado de su guardia personal, a las 7,30h. Informó por radio, al país del levantamiento, que él suponía limitado a la Armada. Minutos después las radios de la oposición transmitieron la primera proclama de las Fuerzas Armadas.
Después de tratar inútilmente de comunicarse con los jefes de los tres ejércitos, Allende comprendió que los tres cuerpos estaban conjurados en el golpe. A las 9,20 hs, Allende habló por última vez a través de Radio Magallanes. Con emotivas palabras, en el que sabía que era su último discurso, se despidió del pueblo chileno, expresando que pagaría con su vida la lealtad del pueblo.
Poco más tarde, los tanques comenzaron a disparar intensamente contra La Moneda, desde donde los desamparados defensores respondieron el fuego. Se le ofreció al Presidente un avión para partir al exilio que Allende rechazó categóricamente. Alrededor de las 11 hs, a pedido del presidente, un grupo de mujeres -entre las que se encontraban sus hijas- y funcionarios del gobierno abandonaron el palacio.
A las 12 hs cuatro aviones arrojaron durante quince minutos más de veinte bombas explosivas sobre el viejo edificio, que empezó a arder. Años antes, sus camaradas de armas argentinos -en su cobarde bautismo de fuego- también habían arrojado bombas contra su propia casa de gobierno y contra su propio pueblo civil indefenso.
¿Quiénes fueron los formadores militares, civiles y eclesiásticos que engendraron semejantes bestias?
Todavía hoy se desconoce la identidad de los cuatro pilotos de los Hawker Hunter que participaron en esa operación -durante años se conjeturó que habían sido pilotos norteamericanos-. El pacto de silencio entre pilotos y mandos de la Fuerza Aérea chilena perdura y los del año 2011 de la justicia por esclarecerlo han sido infructuosos.
El presidente con casco de combate y con una metralleta AK-47 que le había regalado Fidel Castro y que usara por primera vez, resistió heroicamente los ataques aéreos y terrestres dentro de La Moneda, junto con un grupo de fieles colaboradores. La guardia de carabineros, encargada de custodiarlo, se pasó rápidamente a los golpistas. Cuando los militares ocuparon la casa de gobierno, Allende instó a sus colaboradores a rendirse. Eran las 13.30.
El Dr. Oscar Soto, médico personal del mandatario, que ya se había entregado, escuchó una ráfaga de metralleta y ya no volvió a ver a Allende. Cuando el comandante Roberto Sánchez -otro fiel colaborador del presidente- entró al salón donde estaba el cuerpo de Allende, lo encontró con el fusil automático AK-47 dirigido a la mandíbula.
Fue enterrado en el cementerio de Viña del Mar y con la recuperación de la democracia en 1990 fue trasladado al de Santiago.
Salvador Allende fue el impulsor de la fórmula conocida como la vía chilena al socialismo, una vía pacífica, que postulaba un socialismo democrático y pluripartidista, muy distinto al impuesto por Fidel Castro en Cuba. Fue candidato en cuatro ocasiones a la presidencia. Finalmente, en las elecciones del 4 de septiembre de 1970, encabezando la candidatura de la UP accedió a la presidencia.
El gobierno de Allende estuvo lejos de ser la ansiada experiencia de revolución sin fusiles que proclamaba. A la creciente tensión social -avivada entre bastidores por Washington- se le sumo una política económica recibida con hostilidad y miedo por empresarios y grandes propietarios.
En julio de 1971, Allende promulgó la ley de Nacionalización del Cobre. Después llevó a cabo expropiación de haciendas, el aumento del control estatal de empresas y bancos, la nacionalización de compañías extranjeras y medidas de redistribución de la renta. Sus intentos de reestructurar la economía del país llevaron a que sus enemigos generaran el aumento de la inflación y la escasez de alimentos. En diciembre de 1972, Allende denunció ante la Asamblea General de la ONU la agresión internacional y el boicot económico del que era objeto su país.
Finalmente, meses antes del golpe, una prolongada huelga de camioneros que se oponían a sus planes de nacionalización dejaron al país desabastecido. Los comerciantes, desprovistos, se unieron a la protesta. El malestar social era imparable. Habían sido creadas por la oposición, en manos de los principales medios de comunicación masivos, las condiciones para el golpe.
La desclasificación de documentos estadounidenses sobre el golpe de Estado en Chile en 1999 y el año 2000 confirmó la responsabilidad de Washington en el derrocamiento de Allende. Los documentos de la CIA, el Pentágono, el departamento de Estado y el FBI señalaron que desde la elección de Allende en 1970, el entonces presidente Richard Nixon autorizó al director de la CIA, Richard Helms, a socavar al gobierno chileno por temor a que el país se convirtiera en una nueva Cuba.
La agencia realizó operaciones encubiertas en Chile desde 1963 a 1975, primero para impedir que Allende fuera electo -sobornando a políticos y legisladores-, luego para desestabilizar su gobierno y, tras el sangriento golpe, para apoyar la dictadura de Pinochet. Los documentos también revelaron que la CIA pagó 35.000 dólares a un grupo de militares chilenos implicados en el asesinato, en octubre de 1970, del general René Schneider, comandante en jefe del Ejército y leal a Allende.
El mismo día 11, todavía vivo Allende, el comité político de la UP decidió no resistir: los trabajadores debían abandonar sus centros de trabajo y regresar a sus hogares, pero hubo enfrentamientos en la Universidad Técnica, en industrias y en otras poblaciones del país que arrojaron decenas de muertos y miles de detenidos. Las embajadas comenzaron a llenarse de asilados.
El Estadio Nacional se convirtió en el mayor campo de detención, cerca de 30.000 partidarios de la UP fueron hechos prisioneros, torturados y muchos asesinados, entre ellos el cantautor Víctor Jara. Según el informe Rettig (1991), murieron a causa de la violencia 3.196 personas, de las que 1.185 fueron detenidos políticos desaparecidos, de las que pocos han sido encontrados e identificados. Pero estas cifras son de muertos y desaparecidos comprobadas meticulosamente tras las denuncias recibidas por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, creada en 1990. Otras fuentes elevan las cifras significativamente.
Este deplorable suceso nos debe permitir reflexionar acerca de la fragilidad de los gobiernos democráticos latinoamericanos en el siglo XX y en lo que va del presente.
En nuestro país, desde el derrocamiento en total soledad del Presidente Irigoyen en 1930, por el primer golpe cívico militar argentino que inaugura una etapa siniestra para la Argentina, pasando por los otros dados a la democracia hasta la última y más sanguinaria, la de 1976; el pueblo ha quedado inerme a la hora de defender la República. La mayoría de sus principales dirigentes políticos rápidamente se mimetizaron con los dictadores en lugar de ponerse a la cabeza de su pueblo en la defensa de las instituciones. Sólo como un ejemplo entre tantos otros, recuérdese a la Junta Consultiva Nacional creada por la llamada revolución libertadora, presidida por el dictador Isaac F. Rojas, aquél que amenazó con bombardear las refinerías de petróleo y de la que formaron parte los principales dirigentes políticos, con excepción del peronismo, y que se prestaron indignamente para ser usados como máscara para dar una fachada legalista a la usurpación del poder por parte de los militares golpistas. «La próxima operación va a ser sobre las destilerías de petróleo de La Plata, y si usted no presenta la renuncia, seguiremos hasta la destrucción de los tanques de Dock Sud.” (Memorias del Almirante Isaac F. Rojas. Conversaciones con Jorge González Crespo, Planeta 1993). Ya habían sido bombardeados los depósitos de combustible de Mar del Plata.
Si bien el partido militar ha sido desarticulado como factor de poder político, hoy se ataca a las instituciones democráticas básicamente desde los medios masivos de comunicación hegemónicos en manos de quienes ven afectados sus intereses con la profundización de la democracia y lo que ella conlleva generando el esmerilado de las autoridades elegidas en elecciones libres y democráticas. Todo parece ser válido. Desde el ataque personal, la injuria, la mentira, el engaño, hasta la puesta en acto de las más ambiciosas operaciones político-mediáticas. Ejemplos abundan: el inventado sueldo de Kiciloff, el pregonado fraude electoral cuando se pierde las elecciones, las cuentas inexistentes de Máximo Kirchner y Nilda Garré entre tantas otras, hasta la marcha del 18F donde se apuntó directamente a la Presidenta, pretendiendo hacer un héroe de un Fiscal al que cada día se le descubren más conductas non sanctas.
En tanto, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, aprobada por la inmensa mayoría de los representantes del pueblo argentino, no puede entrar en plena vigencia debido a una medida cautelar que, parece eterna y nada tiene de cautelar, impuesta por el Poder Judicial.
La Constitución de 1949, aquélla ignorada, ocultada, desaparecida, al decir del Dr. Alberto Gonzalez Arzac, que fuera derogada por un bando militar, establecía en su art. 15, primera parte “El Estado no reconoce libertad para atentar contra la libertad. Esta norma se entiende sin perjuicio del derecho individual de emisión del pensamiento dentro del terreno doctrinal, sometido únicamente a las prescripciones de la ley”.
Un tema de vital importancia para la vida de la Democracia que merece ser puesto en la consideración y el debate de la sociedad toda.