El silencio cómplice
(Daniel Cecchini) En los últimos diez días, por lo menos diez mujeres fueron asesinadas en la Argentina en episodios relacionados con su condición de género. El promedio es escalofriante: una por día. El “por lo menos” del comienzo de estas líneas se debe a que no hay casi registros y la cuenta que lleva el cronista tiene como única fuente la publicación de esos asesinatos en diferentes medios de comunicación.
No se trata de fuentes confiables: los femicidios que terminan en las páginas de los diarios o en las pantallas de los televisores son aquellos que sus editores consideran de “alto impacto”, ya sea por la clase social de la víctima –no es lo mismo el asesinato de una mujer en un country que en una villa– o por la truculencia de su materialización –mejor un degüello a cuchillo, preferentemente delante de los hijos, que la muerte perpetrada de un solo golpe–.
De acuerdo con el seguimiento de casos que hace el Observatorio de femicidios en Argentina “Adriana Marisel Zambrano”, durante 2014 hubo en el país 277 asesinatos de mujeres en situaciones de violencia de género. No hace falta ser matemático para ver que el promedio de los últimos diez días supera ampliamente el del año pasado.
No se puede soslayar tampoco que este presunto aumento de casos (el cronista se inclina a pensar que se trata de un incremento en la visibilidad de los casos) se produjo la misma semana que se realizó, en Mar del Plata, el Encuentro Nacional de Mujeres, a cuya finalización hubo incidentes provocados por grupos fascistas y represión policial contra un numeroso grupo de participantes. En ese contexto, las noticias sobre femicidios suman a la cobertura y aportan a la venta de los medios. Para decirlo claro: los asesinatos de mujeres por su condición de mujeres que se cometen día a día, semana a semana y mes a mes, son muchos más que los que se hacen públicos.
Y son apenas la punta del iceberg de un fenómeno social de prepotencia de género mucho más extendido y que antes de culminar con el asesinato –o sin llegar nunca a él– incluye diferentes formas de violencia física, psíquica, sexual, económica y simbólica, en muchos casos combinadas y potenciadas entre ellas.
A todo esto se suma la complicidad del silencio. El 10 de octubre, en su casa de Ramos Mejía, Julieta Mena fue asesinada por su novio, Marcos Andrés Mansilla. La molió a golpes hasta matarla. De acuerdo con lo que informó la policía, un vecino escuchó todo lo que ocurría, pero no hizo nada. No tocó el timbre para ver qué pasaba, tampoco llamó al 911.
Probablemente haya pensado, como muchísimos otros testigos de violencias cotidianas contra mujeres que conocen, que se trataba de una “cuestión privada” en la que no había que meterse. En la mayoría de los casos, una vez cometido el asesinato, familiares, amigos y vecinos relatan que sabían que la mujer era maltratada, que sufría humillaciones cotidianas, amenazas y todo tipo de violencias. Lo sabían, pero no hacían ni decían nada.
En los últimos años, el Estado ha avanzado en el abordaje de la violencia contra las mujeres, con comisarías con personal especializado, la línea 144 y una fuerte campaña de concientización. Falta mucho, pero algo se ha hecho.
Sin embargo, nunca será suficiente si no se libra la batalla cultural de fondo. La que ponga fin a la complicidad del silencio.