El triunfo de la video política
(Enrique Minetti) Conocidos los resultados provisorios es válido preguntarse ¿Quién ganó el balotaje? Una primera aproximación objetiva nos lleva a reconocer que la idea del cambio primó sobre la continuidad y profundización del modelo que gobernará hasta el 10 de diciembre.
Pero, ¿qué cambio votó la sociedad: un cambio de signo político, un cambio de estilo, un cambio de ideología, un cambio de qué?
Empecemos diciendo que, actualmente, se reconoce de forma generalizada la centralidad de los medios de comunicación -potente proceso de mediación simbólica- en las dinámicas sociales de creación sistemática de sentido, de significado social compartido por parte de la ciudadanía. La comunicación mediática es una forma de poder a veces inadvertida, capaz de fomentar esquemas de dominio sobre ciertos actores sociales. En ese sentido, actualmente la comunicación mediática es el recurso tecnológico que más puede influir en el juicio, pensamiento o acción de cientos y miles de millones de personas. A raíz de este hecho, se puede argüir que la comunicación mediática representa una forma de dominación sutil.
Casi toda la información es mediática, nos invade, somos adictos a ella. Somos lo que vemos. Lo que no está en los medios, especialmente en la televisión: no existe. A lo que se suman las redes sociales.
El politólogo Giovanni Sartor expresa «que el ser humano se ha vuelto estúpido». En su libro titulado: Homo videns. La sociedad teledirigida (Sartori, 1988) escribe que: El homo sapiens, un ser caracterizado por el logos, por la palabra, por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira sin pensar, que ve sin entender. La vídeo política transformada en espectáculo, en una televisión que favorece su emotivización dirigida y reducida a episodios emocionales más o menos intensos.
La manipulación directa sobre los medios de comunicación intenta conmovernos, seducirnos apelando a nuestros sentimientos, nos encontramos entre la dualidad del pensamiento, un mismo hecho puede ser juzgado dependiendo del cristal con que se lo mire y que satisfaga nuestros intereses y de quien nos “vende” la información sin tener en cuanta la justicia o la verdad. Puede afirmarse, entonces, que la objetividad ha muerto.
Sin la objetividad, estamos avocados al secuestro de la verdadera libertad de expresión y a la degradación de los valores que deben regir en una sociedad plural, cayendo en una servidumbre a las ideas que nos bombardean constantemente. Porque, ciertamente, situados frente a estos medios pasivamente, la mayoría de las veces, nos convertimos en estúpidos que no usamos del espíritu crítico, dejándonos llevar sin tensiones por la opinión que nos es afín.
Los medios hegemónicos han hecho de la política un espectáculo rentable y de los ciudadanos meros espectadores/consumidores de cuanto se presenta a través de los medios: televisión, cine, radio, diarios, revistas, donde siempre opinan los mismos. Cualquiera puede ser experto en todo. Un periodista del chisme o que obtuvo el título de la calle se cree con derecho a opinar de política, de igual a igual con un académico. Nos hemos olvidado de la paciente sabiduría que se adquiere a base del estudio y la observación de cuanto ocurre.
Los Tics mediáticos (Tecnologías de la información y la comunicación) cobran más importancia que las razones, programas ideas y doctrinas.
Asistimos a una suerte de video inflación. Toda nuestra televisión es comercial, por lo cual lo único que quiere es hacer dinero (manda el rating todopoderoso) con lo que el nivel de información, de la cultura y de la instrucción cae muy bajo. Los debates que se ven hoy en la televisión sólo producen ruido, pero no dejan entender nada a nadie. En nuestra televisión no existe ninguna transmisión donde se debata en serio. Tenemos programas donde treinta personas hacen mucho ruido, y después el público se queda donde estaba, sin entender nada.
En los últimos meses, por indicación de Jaime Durán Barba, las principales espadas del PRO y del radicalismo, repitieron la palabra cambio no menos de dos veces por minuto. Y denominaron a la alianza, precisamente: Cambiemos.
Sin duda, el concepto de cambio resulta un significante atrayente para la mayoría de los mortales. Lleva implícito la idea de mejora, de superación de un estadio anterior malo, hacia otro de mayor prosperidad, progreso y adelanto.
En el Siglo XIX significó la lucha por cambiar a la Monarquía por la República. En América, los jóvenes influenciados por las ideas revolucionarias, republicanas y nacionalistas de Jean-Jacques Rousseau y de la separación de poderes de Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu -más conocido como Montesquieu-, llevaron adelante el proceso de libertar esta región del planeta, del yugo español que las sometía desde hacía siglos. Esto es cambio.
Yendo a lo cotidiano, es lógico y razonable que todos -o la mayoría- aspire a cambiar de camisa, de pantalón, zapatillas, celular, de auto y hasta de casa, status social, de vida. Siempre que cambiemos por algo mejor, claro está.
El Presidente electo, no fue muy preciso al tiempo de definir cuál es el cambio que le propuso a la sociedad. “Hoy la gente elige si sigue igual o si quiere un cambio histórico”, dijo. ¿Cuál es el mentado cambio histórico?
Y ese cambio se da, paradójicamente, en un contexto en el que «La presidenta tiene hoy en día una imagen positiva del 50%» -según afirma en el diario La Nación, al que no puede tildarse de kirchnerista- Juan Manuel Germano a BBC Mundo, director de la firma Isonomía Consultores. «Esta es la transición con mayor nivel de apoyo desde la vuelta de la Democracia en 1983», asegura.
Los argentinos parecen despedir con una luna de miel a la mandataria.
A estas alturas del mandato, sus antecesores democráticos (con la excepción de Néstor Kirchner) no podían ni soñar con tener tal capital político.
Raúl Alfonsín, asfixiado por la hiperinflación, se vio forzado a dejar el poder seis meses antes de lo previsto. Carlos Menem se marchó fuertemente cuestionado por numerosos escándalos y por una economía quebrada. El fin del mandato de Fernando De la Rúa fue aún más dramático: salió en helicóptero de la Casa Rosada tras firmar su renuncia, habiendo cumplido sólo la mitad de su mandato y en pleno estallido social y económico, dejando el país al borde de la disgregación.
«La ciudadanía empieza a despedir a la presidenta y hace balance de su gestión con políticas como la Asignación Universal por Hijo, la nacionalización de YPF o Aerolíneas Argentinas, y leyes como la del matrimonio igualitario con un nivel de apoyo alto (60-70% de aprobación)», dice Germano.
La imagen positiva de Fernández dista mucho del 10% de respaldo de la brasileña, Dilma Rouseff, o del 24% de la chilena Michelle Bachelet.
CFK que está enfrentada con el mayor grupo mediático del país -el multimedios Clarín-, y con los bolsones reaccionarios de sectores del Poder Judicial.
La que perdió repentinamente a su esposo y principal aliado político en 2010 y la que sufrió varios problemas de salud, incluyendo una operación en su cráneo en 2013.
La mandataria que luchó denodadamente con un grupo de poderosos acreedores usureros (los holdouts o fondos buitre).
Los sectores más humildes ven a Fernández como una luchadora de los derechos de los trabajadores. Por lo mismo que es duramente atacada por la clase alta argentina.
Planes sociales como la Asignación Universal por Hijo, destinada a los padres de escasos recursos o desempleados que no pueden pagar la educación y salud de su familia, se han vuelto tan populares que incluso hasta Macri promete conservarlos.
Mientras unos ven a la presidenta como la hija de un colectivero de La Plata que triunfó en un mundo de hombres, otros la observan como una adicta a los trajes de moda y las joyas caras con un enorme patrimonio.
Es aquí donde incide centralmente el poder de los medios masivos de comunicación hegemónicos. A través de un mix de desinformación, manipulación de la noticia y un despiadado, constante y masivo fuego graneado, fueron creando en la población un sistema de ideas, un conjunto de creencias, que ganó sus mentes, pero principalmente, sus emociones, sus sentimientos.
Ese bombardeo constante y operaciones mediáticas de todo tipo y color (v. gr. caso Nisman) lograron que gran parte de los argentinos llegaran a odiar a la Presidenta y a su gobierno por los modales, los gestos, el tono de sus discursos, las carteras que usa, las cadenas nacionales, la llamada “grieta”, las retenciones al campo, el cepo, la inseguridad, la pregonada falta de diálogo, etc. etc. y votaran en consecuencia. Esto es lo que había que cambiar. Las razones, las ideas, los programas, las doctrinas, las convicciones, los proyectos, el futuro de los argentinos y del país, en fin la Patria, poco importaron.