Cañonera paraguaya
(Por Martín Rodríguez) Propongo una lectura de estos dos días (9D y 10D) en la despedida y debut de dos gobiernos que prefirieron ni cruzarse en la puerta y que construyeron las primeras identidades políticas del siglo 21.
Plazas llenas, plazas llenísimas, plazas que costó llenar, plazas espontáneas, plazas militantes, plazas, plazas. Algunos desarrollamos una sensibilidad ambigua sobre esas plazas que vimos y vivimos: ya no nos impresionan tanto, porque también pasan, también son parte del “todo pasa”, de la velocidad de las cosas de la democracia cuya cima expresiva sigue siendo el voto, ese momento radical de modernidad donde cada persona vale igual que la otra.
Se normalizó lo que se presenta como excepción: la Argentina movilizada tiene un volumen mayor desde 2001, un volumen y una expansión sobre los temas privados, porque un efecto de la crisis es haber ampliado el universo de lo privado que se hace público. Ahora hay más cosas privadas que se hacen políticas. Por izquierda y por derecha se rompieron los protocolos de ocupación del espacio público del siglo 20. Estos doce años tuvieron multitudes, también, muchas multitudes paradas frente al gobierno: la punitiva de Blumberg, la del Campo, la del 8N y la de Nisman. Hay una articulación entre plazas y votos: a veces los expresan; a veces, como en 2012, expresan la ausencia de representación; otras, como en 2010, sacan a un gobierno de su sopor; o, como en 2008, reflejan la disputa abierta por “la calle” (y la renta). No hay plazas o votos, hay plazas y hay votos.
La plaza que vimos el miércoles fue la foto del desenlace para Cristina: irse sumergida en ella. Pero también fue una plaza de sentidos paradójicos: mostró en su fuerza multitudinaria justamente su límite. Fue una plaza bien kirchnerista, con la supremacía de sus capas medias organizadas y espontáneas, que participan de la idea de que las mayorías se obtienen por la suma de las minorías (las minorías oprimidas, los empoderados, los gays, los AUH, los DDHH, la militancia, los científicos, y así). Una sociedad ordenada en identidades como un rompecabezas. Una mayoría que se obtiene con la suma de las partes.
Pero la mayoría es un misterio. La última la obtuvo el Pro, un partido que no llena ni un Luna Park. Cristina llena una plaza para irse y ahorrarse una tarea (al menos pública): leer en profundidad la derrota. Leerla aunque sea un poquito. Leerla si hay un mensaje ahí que pudiera decir, quizás, “bajar los decibeles”, o que se reconfiguró la base de representación (Cristina perdió las “nuevas clases medias”, los “nuevos trabajadores” o como los quieran llamar), y el deseo de restablecer una moral pública. Si hay plaza no hay derrota, porque la plaza muestra también un gobierno que cumple su ciclo y la puede llenar con gente que no tiene nada que ganar, que está ahí porque el kirchnerismo es la estructura de sus sentimientos colectivos. Es una plaza para sentir que no se perdió porque no es tan fácil llenar una plaza (no es sólo cuestión de recursos). Y Cristina decidió construir dentro de ese límite, lo que hace inevitable la existencia de otros peronismos. Porque hay un detalle en esa “suma” de las partes.
La relativa ausencia sindical o municipal, en la plaza de la despedida, es la otra cara de la misma moneda: no hay dominios y mediaciones en la construcción del poder que detentó Cristina hasta último momento. Cristina se va sin deudas de poder: construyó un meticuloso “no le debo nada a nadie”. No se va en una cañonera paraguaya, sino en un carruaje fastuoso con un discurso con el que perdió votos pero llenó plazas. Cristina es dueña de un poder con el que hizo de todo menos una sola cosa: entregarlo, compartirlo. Más precisamente: no supo o no quiso dárselo a alguien. A Scioli no supo cómo tratarlo, y con Macri, en las mil vueltas de un enredo de caprichos mutuos, quiso evitar la escena temida: traspasarle formalmente el poder. La ceremonia del traspaso, ese momento que la dejaba desnuda frente a todo eso “otro” que es Macri.
El discurso de Macri fue más olvidable que el de Vidal. Ella habló con el tono de una directora de colegio católico y utilizó una nota sentimental imprevista: recordó a su abuela pobre, mucama, venida de Lincoln, “en el 45”, en el aluvión de una migración silenciosa, que al fin tuvo una nieta recibida en la universidad.
Cada familia es un mito, toda familia es política. La promesa de la movilidad social ascendente en su registro biográfico tiene un efecto asegurado, es el registro norteamericano y popular que explora el Pro. ¿Existe el “sueño argentino”, la Promised Land? Para Macri “el rostro humano de la política” tiene cara de mujer. María Eugenia Vidal fue la segunda mujer elegida para secundarlo en la ciudad. Venida del “tanque de ideas” llamado Grupo Sophia, que forjó Rodríguez Larreta. Vidal, vista en su asunción, resultó más bonaerense que un médico de IOMA, y ya podría representar lo que Chiche Duhalde quiso ser: una mujer fuerte, y no plebeya, de la gran política bonaerense. Vidal tiene en su cara la media sonrisa de una satisfacción: ser la mejor alumna de eso que le pidieron que sea, o sea, una política correcta. Y ella fue la única que el 10D contó un cuento. Su cuento. Su derrotero familiar como moraleja del “sí se puede”. Parecía Cristina (vestida de negro, con aires de enojo, la banda puesta) y encarnaba la idea extrema de políticos-personas-normales (¿podrá o querrá domar a La Bonaerense, podrá manejar la paritaria docente?).
Alguien se tenía que emocionar. Fue ella. ¿Y dónde fue a buscar la emoción semejante chica de la gloriosa clase media, afiliada a un partido que propone política para los que no les gusta la política? A su vida privada, a su historia familiar. Pero ahora le toca a ella, y les toca a ellos, el otro lado de la lección del progreso que no nombran: crear las condiciones colectivas para tal cosa individual. Pro es un partido para las clases medias con dirección de los más ricos, de tecnócratas, por eso la que lo narra es Vidal.
Las metáforas que describieron al Pro se agotaron. Hoy son la fuerza que ocupa el Estado, detentan el monopolio del uso legítimo de la violencia. Ergo: a partir de ahora serán republicanos, liberales, neoconservadores, demócratas, buenos, malos, oscuros, corruptos, o un poco de todo, pero sustantivamente. Como genealogía rápida se puede leer “Mundo Pro (Anatomía de un partido fundado para ganar)” de Gabriel Vommaro, Sergio Morresi y Alejandro Bellotti, “El arte de ganar” de Jaime Durán Barba y Santiago Nieto, o, para salir del apuro, el artículo “La usina del eterno retorno” sobre la Fundación Pensar de Tali Goldman publicado en revista Crisis.
Asumen el poder los que construyeron una mayoría sin minorías, un trazo grueso donde la economía manda, la víscera más sensible, el bolsillo. Macri asume lleno de votos silenciosos. Su ceremonia fue fría por momentos, banal, y tuvo también una modesta multitud con vestigios de banderas radicales. Incluyó jugar en el balcón como si estuvieran en Costa Salguero, y a la vez un uso subrayado de los protocolos y las formas en las juras, los horarios, la velada en el Colón, que le dio un tinte restaurador, de “Ancien Régime”, como si repusiera en suerte los modos de una normalidad perdida que, verdaderamente, nunca existió (¿o el gobierno de De la Rúa fue “normal”?).
Muy formal, y por momentos descontracturado como el novio de un casamiento. Pero el vínculo entre la plaza kirchnerista y la virtual mayoría del Pro es que no se pisan en un solo cantero. No se sacan nada. A partir de ahora, las plazas del país pueden ser la postal perfecta de una resistencia continua con la que vivirá Macri (como Menem vivió años dorados de poder incuestionado) o podrán ser una amenaza creciente que represente a los heridos de su ajuste. Macri tiene poco margen de error, el orden/desorden que recibe (ese conglomerado de inflación, deslizamiento cambiario, AUH, subsidios, paritarias, consumo, empresas estatizadas, moratoria jubilatoria, etc.) y su mandato de un cambio para hacer crecer la economía “enfriando la política” requiere de la habilidad de un experto en explosivos: ¿qué cable cortar sin que vuele la loza? Por ahora, tendrá un compás de espera llevado con agenda republicana hasta que “lleguen los dólares”. Un tiempo. Ocurre que el Pro tiene un límite fijo: es una promesa de pura economía, de “economía política” (menos política), de economía de bolsillo (sostener el consumo y bajar la inflación, hacer llover dólares e inversiones amistosas), de economía de Estado (reducir el déficit y quitar presión fiscal), y tiene todos sus equilibrios jugados en ella. Y la plata se emite, se cobra o se pide prestada, no mucho más. Ahí vamos.