Roca y Bullrich. El general ya tiene quien le escriba
El ministro de Educación y Deporte de la Nación habló de la educación como la nueva Campaña del Desierto. Hace poco, el ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires negó que fueran 30 mil los desaparecidos. Dos genocidios, igualmente crueles, igualmente criminales. Lo de Bullrich, ¿causará la misma indignación pública que obligó a renunciar a Lopérfido? ¿O hay genocidios que duelen menos que otros?
Por Marcelo Musante (*).- El ministro de Educación y Deportes de la Nación, Esteban Bullrich, afirmó que “la educación será la nueva campaña del desierto”. Fue en un acto realizado en Choele Choel, en el mismo lugar que Julio Argentino Roca un 25 de mayo de 1879 dio inicio simbólico (que por supuesto ya venía ocurriendo en la práctica y violentamente desde mucho antes) al avance militar sobre las comunidades indígenas de Patagonia.
El ministro de Educación y Deportes de la Nación habló sin ponerse colorado de una nueva conquista del desierto. En su discurso no estuvieron ni los asesinatos masivos de personas ocurridos durante las campañas militares, ni los campos de concentración que funcionaron para los prisioneros indígenas, ni los traslados forzados de miles de familias cuyas mujeres y niños fueron repartidas entre las familias aristocráticas (que a la vez financiaron las campañas a través de bonos de la Sociedad Rural). Todos hechos ya comprobados a través de decenas de investigaciones fundadas en archivos, en denuncias de diarios de época, en los propios partes militares y en la historia oral de las comunidades, entre muchas otras fuentes. Sería imposible creer que el ministro no conoce el alcance atroz y el genocidio realizado a través de un proceso sistemático y planificado por parte del Estado argentino sobre los pueblos indígenas.
Y resulta difícil no asociar la afirmación de Bullrich con la que hace unos poco meses hizo el ministro del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido, cuando desde su cargo en el ministerio de Cultura sostuvo que los desaparecidos durante la última dictadura cívico militar no fueron 30.000.
La indignación pública y las denuncias sobre Lopérfido llovieron hasta que tuvo que renunciar. Por suerte, hoy en nuestro país, es insostenible enunciar públicamente una apología sobre la última dictadura cívico militar sin ser sometido al juicio social de las calles.
¿Pasará ahora lo mismo cuando lo que se pondera es el otro genocidio, el que se implementó sobre los pueblos originarios? Igualmente cruel, igualmente criminal.
Esa afirmación de Bullrich no se da en soledad, es continuación de una editorial del diario La Nación de hace pocas semanas en las que se dice que las campañas al desierto fueron un enfrentamiento de culturas. “Enfrentamiento de culturas” ya ni siquiera es la “gesta militar” ponderada como fundamental para el progreso de la nación. Esa avanzada militar festejada con honores en la última dictadura cívico militar al festejarse los cien años. Otra coincidencia de genocidios.
Las palabras del ministro de Educación y Deportes se dan cuando ya muchos creíamos que eso de que no hay una sola historia, sino que hay muchas, quizás tantas como grupos sociales las cuenten, era algo indiscutible. Sin embargo esa frase, la ponderación de la conquista militar, vuelve a la escena una y otra vez. Incansable e implacablemente. Con la tosquedad de los ejércitos.
La discusión, en los espacios públicos, en las escuelas, en las universidades, parecía haber tomado un camino: el de poner en cuestión que no todas las historias valen los mismo. Que no tienen la misma legitimidad. Que en el libre mercado de las historias hay precios distintos.
Están las que nacieron en libros incunables, las que surgieron por las plumas de los grandes próceres de nuestra historia escrita (un Mitre, un Sarmiento, para algún desprevenido) y que son las que cotizan caro. Son las historias fundantes. Pero que no quedaron en el inicio del estado moderno, sino que como un mito se reactualizan en nuevos relatos, apenas modificados, no tan distintos, pero con la fuerza del “pasado verdadero”. Son las historias legales que aparentan legítimas.
Mientras tanto, hay otras historias, nacidas de los lugares arrasados por los que pasaron las campañas militares de las que habla Bullrich y que parecen valer bastante menos. Que son discutidas porque nacen de la palabra. De la palabra hablada y no de la escrita. Son las que no nacieron en escritorios aristocráticos y son las no llegan a los libros escolares. Son historias más difíciles de ver para los que solo quieren leer lo que les cae enfrente. Son las historias legítimas a las que no las dejan ser legales.
Pero hay algo más que puede discutirse en esto de los relatos históricos, los sentidos y finalmente la memoria, que tiene que ver con el enunciador.
Porque cuando parecía que el enunciador había sido desenmascarado y ya nos íbamos poniendo de acuerdo, o al menos creyéndolo, en que esa historia liberal escrita a fines del siglo XIX fue para justificar y sostener el asesinato de miles de indígenas, para ocupar sus territorios y ponerlos al servicio de las clases dominantes, ahora esos discursos fundantes vuelven acá y ahora. El presente vuelve a refrendar ese pasado.
Cuando creíamos que sólo íbamos a verlos repetidos en editoriales del diario La Nación o de medios de comunicación conservadores, en los que su anillos de clase son tan evidentes que casi hacen innecesaria la discusión, ahora esos discursos vuelven.
Cuando las frases como que “los mapuches son chilenos” se caían de tan absurdas, lo mismo que decir que las campañas al desierto fueron una “gesta patriótica” que permitió el progreso y no un cruel genocidio, ahora esos discursos retornan.
Y esto es peligroso, es como si volviera el “por algo será” en relación a los desaparecidos. Y son peligrosos esos discursos porque la historia está íntimamente asociada a la memoria. Porque cuando la historia se arropa de verdad objetiva actúa y disputa sentidos en las memorias sociales. Y otra vez una (la historia oficial) asume más valor que otras (las subalternas). Y la memoria, los recuerdos compartidos, las maneras de pensarse como colectivo, la memoria que se hace carne en los sujetos y los sujetos que avivan la memoria vuelven al arcón de los recuerdos rotos y sin valor.
Entonces digamos. Afirmemos que las campañas militares de fines del siglo XIX en Pampa y Patagonia tuvieron como objetivos convertir en propiedad privada a las tierras y cuerpos indígenas.
Y digamos también que hasta mediados del siglo XX, esto continuó en la región chaqueña donde obrajes, ingenios (Ledesma, San Martín del Tabacal, Las Palmas, La Esperanza, La Forestal, entre otros), misiones católicas franciscanas y reducciones estatales para indígenas como Napalpí y Bartolomé de las Casas se hicieron cargo del trabajo sucio de sacar a las comunidades de sus territorios para ponerlas, forzadas, al servicio del aparato productivo del Estado. Como en el 76’, otra vez, las grandes empresas, la iglesia y el Estado acordando un plan estratégico de refundación de la nación argentina.
Para completar el proceso y tratar de comprender un poco más cómo llega el ministro a decir esas palabras hay que tener en cuenta que: lo dice en lugar simbólico como Choele Choel, con el rector de la Universidad de Río Negro, Juan Carlos Del Bello, y con el gobernador provincial, Alberto Weretilneck, al lado; y lo hace en el marco de la inauguración de un hospital escuela de veterinaria perteneciente a esa casa de estudio. Allí, los muertos indígenas siguieron ocurriendo a lo largo de todos estos años sin poder saltar la pared del anonimato.
La frase se entiende en la suma de muertes silenciadas sin justicia. Se entiende con la masacre Napalpí en 1924, se entiende con la masacre de La Bomba en 1947. Ambas con centenares de muertos, ambas con juicios iniciados, ambas con juicios ninguneados y cajoneados.
Se entiende con las represiones y desalojos de la última década, se entiende con la muerte de Roberto López en La Primavera, de Javier Chocobar en Tucumán, con la de Cristian Ferreyra en Santiago del Estero, entre muchas otras. Éstas y aquellas en gobiernos democráticos.
¿Qué habrá querido decir el ministro Bullrich al afirmar que la educación será una nueva campaña del desierto?
Querrá significar que ahora la educación también será para unos y no para otros. Usando sus palabras, que lo que antes hizo la espada ahora lo hará la escuela. Será también una manera de volver al pasado porque la “campaña del desierto”, ministro Bullrich, ya estuvo asociada a la Educación, sin ella no hubiera sido posible sostenerla en el imaginario social durante ciento cincuenta años.
Terminando. No es menor quién enuncia y dónde. Ayer (jueves) fue el ministro de Educación de la Nación, Esteban Bullrich en Choele Choel. Una localidad que Roca también eligió para declarar formalmente el inicio de la campaña militar a la Patagonia. Sucedió ayer, nadie lo esperaba, y el general está de vuelta. Y ya tiene quien le escriba.
(*) Sociólogo, Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena en Argentina.