Hijos de represores colaboran con el proceso de Memoria
Hijas de represores que rechazan los crímenes de sus padres, convocan a colaborar con el proceso de Memoria, Verdad y Justicia. Erika Lederer, hija del segundo jefe de la maternidad clandestina del Hospital Militar de Campo de Mayo, y Analía Kalinec, cuyo padre es represor del Alético, Banco y Olimpo, eligieron “enfrentar la verdad, por más dolorosa que sea”.
Un informe de Página/12 revela un costado poco explorado.
«Pienso en voz alta. Los hijos de genocidas que no avalamos jamás sus delitos, esos que gritamos en sus caras las palabras ‘asesino’ y ‘memoria, verdad y justicia’, por pocos que seamos, podríamos juntarnos para aportar datos que hagan a la construcción de la memoria colectiva”, publicó en su Facebook Erika Lederer, hija de Ricardo Lederer, quien fue segundo jefe de la maternidad clandestina del Hospital Militar de Campo de Mayo. Analía Kalinec se contactó con ella a raíz de este mensaje. Y a partir de la difusión de su historia comenzaron a llegar muchos otros a la página de Facebook Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía. “Nos vemos hermanadas en un padre genocida que nos lastima y nos obliga a reconstruirnos. No elegimos la negación, ni el silencio, ni la complicidad. Elegimos levantar la cabeza y poder mirar a los ojos a nuestros hijos, a nuestras Madres y a nuestras Abuelas. Elegimos enfrentar la Verdad por más dolorosa que sea. Elegimos la Memoria, la Verdad y la Justicia”, escribió allí Analía. Su padre es Eduardo Emilio Kalinec, alias Doctor K, miembro de la Policía Federal y represor de los centros clandestinos de detención Atlético, Banco y El Olimpo.
La historia de Mariana, la hija del represor Miguel Etchecolatz que marchó contra el fallo del 2×1 que beneficia a los represores y que fue publicada por la revista Anfibia, movilizó a otros hijos de represores que repudian lo que hicieron sus padres. Erika, de 40 años y abogada especialista en mediación en contextos de encierro del Ministerio de Justicia, se ofreció como gestora de un espacio de encuentro de hijas e hijos de represores “casi como una necesidad”, por “sed de justicia”. Entrevistada por la agencia Télam, anticipó que no se cambiará el apellido: “Decidí hacerme cargo de la mierda que me tocó”, dijo. Y contó que en su familia la marcan como traidora por romper con el pacto de silencio. “Por pocos que seamos, podemos juntarnos para aportar datos que hagan a la construcción de la memoria colectiva”, afirmó.
“No lo perdono, no sé si lo odio. También me preguntaron si lo quería, pero no me hago esa pregunta… No tuve odio, tuve tristeza porque quise que cambiara”, dijo Erika. Su padre se suicidó en 2012, cuando se confirmó la identidad del nieto Pablo Javier Gaona Miranda (Lederer había firmado el acta de nacimiento falsa que facilitó la apropiación). Poco antes, Erika le había escrito un mensaje de texto: “Memoria, Verdad y Justicia”.
Lederer conocía al represor Héctor Salvador Girbone, condenado a 8 años por ser el entregador del nieto recuperado, y uno de los represores que fracasó en el intento de beneficiarse recientemente con el fallo de la Corte Suprema. Lederer y Girbone no solo compartieron destino en Campo de Mayo para la fecha de la apropiación, también entre 1976 y 1977 habían estado juntos en Salta. Su hija aportó más datos: Estuvo involucrado en los vuelos de la muerte y fue carapintada.
–¿Cuándo se dio cuenta a qué se dedicaba su padre en verdad?–preguntó Télam.
–Alrededor de tercer grado, tenía 8 años, recuerdo que apareció una nota en PáginaI12 en la que mi papá defendió a (al ex jefe de la Bonaerense Ramón) Camps, de quien era íntimo amigo e iba a visitar a la cárcel hasta que se murió. En ese momento empezaron a decirme que no hablara de esas cosas en el colegio y no entendía porqué. Esto me sembró una duda de las buenas y me dio mucha vergüenza. Recuerdo que al mismo tiempo dejé de creer en Papá Noel. Pero mi viejo, que tenía un sadismo especial, ya había trabajado como forense de la Policía Bonaerense. Recuerdo que comíamos con fotos de muertos sobre la mesa.
“Mi viejo era bipolar y muy violento. Vivíamos en un campo minado todo el tiempo”, recuerda Erika, quien describe a su padre a partir de recuerdos, entre ellos, verlo apuntándole con un arma a la cabeza de su madre a quien le reprocha su “ignorancia dolosa”- o la requisa que le hizo en su propia habitación.
“De esa época recuerdo mis problemas para vincularme, el asma y el miedo a hablar. Algo no encajaba en mi pequeña lógica. Un par de años después, siendo todavía una estudiante primaria, escuché de boca de mi viejo –entre otros relatos– el de los vuelos de la muerte. (Nunca pude entender cómo se las arreglaba con el Juramento Hipocrático ya que la paradoja es insalvable: la mano que cura es la misma mano que puede torturar, dar a luz, decidir sobre la vida y también, criar, acompañar al colegio, abrazar y golpear. Un devenir incesante de disociaciones, ninguna gratuita)”, escribió Erika en Anfibia, en su convocatoria a otros que como ella puedan aportar información sobre criminales de lesa humanidad a través de sus vivencias familiares.
“También recuerdo el no poder hablar, los golpes, la vergüenza, los textos prohibidos, las películas vedadas y, principalmente, lo mal fundado de los argumentos por los cuales habría uno de creer su visión de la historia era la correcta. Creo que todo ello fue deslegitimando la figura paterna y me permitió interpelarlo e interpelarme. Para ese entonces, se escondían ejemplares de PáginaI12 en casa como parte de los temas de los que no se podía hablar, en especial con Mercedes. ¿Qué tenía de particular la familia de mi compañera de colegio? Puedo decir que agradezco infinitamente haber tenido luego una cantidad inmensa de Mercedes que me abrieron los ojos. Lo extraño es que ellos nunca supieron todo lo que sembraron en mí. La duda quiebra lo hegemónico. Que la verdad duele es cierto, pero es necesaria, para poder construirse como sujeto. Y eso vale también para los que debemos hacernos cargo de la mierda que nos toca. No se puede vivir eternamente disociado. A los hijos de los milicos -y más si tu viejo era comando y carapintada- nos formaban en ciertos valores más que en otros; es decir, se nos educaba para ser gallardos. El peor defecto que podíamos detentar era el de ser cobardes. Agradezco que haya sido así: había que tener valentía para mirar al verdugo a los ojos y, aun así, mantener la palabra. Memoria, Verdad y Justicia. Clarito y sin claudicar”.
Erika contó también que se acercó a las Abuelas de Plaza de Mayo porque creía que podía ser hija de desaparecidos, pero su ADN no fue compatible con ninguno del Banco Nacional de Datos Genéticos. “Esto implicaba hacerse cargo de que era la hija de este personaje. Desde esa certeza es que pude hablar y asumir el camino que me tocaba. Un camino no elegido, pero que sin embargo me es propio. Por esa razón, y siendo existencialista, no sentí necesidad de cambiar mi apellido, pero sí un compromiso genuino con la búsqueda de la verdad”.
La Página de Facebook Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía se desbordó ayer con mensajes de otros hijos e hijas de represores. Las administradoras son cuatro, todas mujeres. “Hay mucha necesidad de hablar y nos escriben muy aliviados de encontrar este espacio”, dijo Analía Kalinec a Página/12. “Es muy duro saber que mi papá empuñaba una picana con las mismas manos con las que me tocaba. Y que la misma voz que me sigue diciendo que me quiere es la misma que dio orden de muerte y de tortura. ¿Cómo puedo hacer para unir en la misma persona a mi papá y al Doctor K?”, se preguntó Analía en una carta que escribió hace tiempo sobre su historia y la de su padre.
Para Erika, el objetivo de su propuesta es “que se vaya sumando gente para generar relatos de estas historias que dejaron huella. Nos va a servir para reconstruir nuestros relatos, rellenar algunas lagunas y lograr historias habitables. Nos vamos juntando de a poco. Es muy loco no haber tenido conexión antes. No voy a perder un minuto en discusiones que ya no doy porque la queja no sirve de nada. La consigna es reunirnos para aportar datos, contar historias que a otros les sirvan. Reunirnos para sanar porque no hay noción de los daños que aún se siguen produciendo. También destaco que no nos ponemos en pie de igualdad con los hijos de desaparecidos. En todo caso estamos al servicio, pero no nos sentimos con voz”.
“Cuando leí el artículo de Anfibia sobre Mariana, la hija de Etchecolatz –narró Erika– se me vinieron a la mente –y al cuerpo, principalmente– mil recuerdos. Es difícil deshacerse de ellos; son como una música en sordina, para nada alegres por cierto. La disociación, la culpa, la angustia (porque uno puede comprender racionalmente que no tuvo nada que ver, pero carga la piedra de Sísifo de todos modos) encuentran a la palabra como cura, como instrumento para nombrar y generar presencia, quién sabe si una anécdota no viene a completar lagunas o dar un poco de luz a los relatos de familiares que aún hoy buscan respuestas. Cuando ellos piden olvido, nosotros tenemos el deber cívico y humano de dar presencia y memoria; la palabra nombra y mantiene vivo el relato. Por eso el relato de Mariana emociona, convoca y, en cierto modo, obliga. Nos interpela a contar; decir lo que sabemos, por poco insuficiente o mal articulado que sea. Coadyuvar a la construcción de la historia es un compromiso colectivo”.