Fragmentar más que polarizar
(Por Martín Rodríguez-La Política On line).- Que Cambiemos base su esperanza en la fragmentación de la oposición desnuda sus debilidades.
Es interesante siempre detenerse en la figura de Duhalde para desmentir sobre él una de esas tantas leyes invisibles que se repiten como si se dijera el ADN del peronismo: que no se perdonan las derrotas, que el que gana conduce y el que pierde acompaña, etc. En política conduce el que tiene proyecto y voluntad. Duhalde, el gran derrotado de 1999, mantuvo un proyecto relativamente sensato y posible (no dolarizar, devaluar, reconstruir la comunidad productiva), con el que conquistó el poder en 2001 a través del Palacio, aunque lo derrumbó en su sencillez represiva. Kirchner también «perdió» en 2009 con De Narváez. ¿Y qué fue de la vida del Colorado? La larga fila de sus derrotados testimoniales de 2009 (Randazzo, Scioli, Massa) siguen siendo políticos vigentes. De Narváez no.
Perder no es perder todo, aunque una política más de líderes que de partidos (ese es el saldo del 2001) es también una política más exitista, de «carreras». Perder es mucho cuando lo único que se le ofrece a la gente es ganar. Porque si solo se ofrece triunfalismo (como ofreció De Narváez), el triunfo no te da nada. Al tiempo la sociedad abandona a ese político que se ofrecía como puro instrumento de un malestar contingente. Mirado históricamente, a De Narváez le debemos que su victoria convenció al derrotado Kirchner de implementar la AUH, porque Kirchner leyó la derrota: ¿cómo pudimos perder votos humildes del Gran Buenos Aires?
El peronismo: ¿mide?
La diferencia en política se dibuja entre ser un intérprete de la realidad y un transformador de la realidad. Correrla de atrás o, alguna vez, correr delante de la sociedad. Uno imagina al calor de esa frase desangelada tan dicha en GBA este año («Cristina mide», «Randazzo, ¿mide?», «Massa mide») que el argumento caliente sobre la vuelta de Perón en 1972 no era justamente: «Perón mide».
Mientras el partido Cambiemos es el partido de Estado, que suma en todos los distritos, el peronismo es una colectividad de realidades locales (provincia por provincia) que proyecta como su territorio nacional visible al Gran Buenos Aires y comienza a tejer en las sombras un cuchicheo de gobernadores (Schiaretti, Manzur). La conurbanización dirime su interna con primeras consecuencias nacionales. Pero agrandar el Conurbano puede achicar la Nación: cualquier resultado, pero sobre todo un triunfo peronista en PBA, obliga a mirar la Nación de nuevo no sólo desde un triunfalismo sino desde la más sincera pregunta acerca de si existe un proyecto nacional alternativo.
Risas en el taller del diablo
Esta elección se produce en medio de una apatía generalizada: un clima económico duro y un clima político frío. Sin ningún entusiasmo fuera de las audiencias politizadas, el análisis dio lugar a una suerte de tacticismo extremo en el que, al cierre de listas, dijo Cambiemos: «¡lo logramos, fragmentamos el voto opositor!»; y dijo Cristina: «¡lo logramos, fragmentamos el voto anti kirchnerista!»; y dijo Massa: «¡lo logramos, fragmentamos el voto-grieta!»; y dijo Randazzo: «¡lo logramos, fragmentamos!». Todos se creen más o menos artífices de un escenario que, a priori y como desde 2013, en sus proporciones muestra más fragmentación que polarización.
Sin embargo, esa apuesta por fragmentar al otro tiene éxitos relativos y un fracaso inicial: el del gobierno. Que Cambiemos base su esperanza en esa fragmentación es síntoma de debilidad: lleva casi dos años, tiene el Estado nacional, provincial, municipal, las cajas, vinieron Obama, Merkel, pero dependen de «debilitar al otro». Oficialismo en modo oposición de la oposición. Y juegan al achique, ganar por una línea finísima.
Sin embargo el resultado podrá desatar en Cambiemos una lectura paradójica: mientras viven de desdramatizar la política y atomizar la realidad contra cualquier relato en virtud de construir una política a la altura del hombre común, el triunfo sobre Cristina querrían signarlo como un laurel contundente, histórico, casi mesiánico, sobre el «populismo».
Por lo pronto, el promedio de encuestas habla de un resultado parejo de tercios entre Cristina y el gobierno. El kirchnerismo esta vez tiene candidato sin Estado y el gobierno tiene el Estado sin candidato. Pero Cambiemos es un proyecto político tan anti estatalista en su emoción, que incluso alguna cosa social que hacen bien siquiera logran «venderla». Hasta hoy se combinan en la polarización mencionada + el discurso del orden (con el que exploran también los primeros apuntes de una nueva hegemonía) + unos nuevos créditos al consumo para, como señala Alejandro Bercovich, «endeudar al soberano».
Cristina aquí, allá o en todas partes
«El gobierno no la quiere presa», se decía. El gobierno la quiere al pie de un calendario judicial que no la sustrajera de la escena. En ausencia de economía, Cristina y el terror de su vuelta. En tren de elegir, la eligieron. En tren de odiar, el elenco de gobierno (aunque tal vez no su base electoral, ni sus periodistas) recela más de Massa. Pero a veces se comenta el escenario como si toda la política se redujera a pulsiones politológicas en las que a la carta se puede poner a Cristina acá, Massa allá, Randazzo en el medio, los intendentes por ahí, todo así como si no encarnaran representaciones de la sociedad.
Cristina en esta campaña asumió la «autocrítica» en acto: corrió de escena su militancia ritualista, incapaz de ampliar su espectro de votantes, y compuso un discurso coral de damnificados articulados por ella. Campaña enlatada, precisa, microsegmentada en experiencias de dolor social suburbano. Este «giro» hace más ruido porque nadie la imaginó capaz de revisar sus certezas. En comunicación política aceptó las condiciones de la época y dejó de actuar en espejo invertido del macrismo (el fin del pavo «viva el chori»).
Pero mientras el terror a su triunfo habita los nervios del periodismo oficialista, la pregunta más sensata podría ser: ¿el gobierno podía evitar rivalizar con Cristina a dos años de su salida, construir un «peronismo racional» y encerrarlo a negociar la transición sacrificada a una economía liberal y que a la vez la sociedad premiara a ese nuevo peronismo racional otorgándole el carnet de «oposición»? Bien revisado, algo de eso ocurrió en los 90: cuando lo político y lo social se disociaron. Y quedó un sistema de partidos oficialistas y opositores que se peleaban y negociaban el cambio de matriz, y detrás, cada vez más despegada de ese juego, la sociedad empezaba a hervir al calor de la crisis. El éxito de un sistema político es no separar lo social de lo político. Aunque cueste. Ni Moncloa ni Moncada: Argentina es una pesada herencia ingobernable sin realismo. Te descuidás y te sale un PepsiCo. Porque incluso Menem (astuto como pocos) igual gobernó esos diez años con una cuenta mental: menos Estado, más mercado, pero nunca menos política. Cerró el sistema político, pero no su política, digamos.
El sistema democrático es la piedra en el zapato constante para cualquier certeza ideológica: así como la izquierda hoy debe pensar el gobierno de una derecha votada, la derecha ya asume que el voto es el mayor límite al ajuste. Pero pase lo que pase, pierda quien pierda, se rompa lo que se rompa, en Argentina siempre se organizará una parte de la política en búsqueda de la igualdad. Muerto el perro, siempre sobrevivirá la rabia.