Un país a la deriva
(Jorge Castañeda*).- Estamos viviendo tiempos de decadencia. Hay seguramente una frustración y un cansancio en los espíritus libres e inquietos que ven con pesadumbre como se han derribado los viejos paradigmas los que comienzan a ser reemplazados por una serie de políticas rampantes, superficiales y bartoleras que atontan y adormecen la conciencia y pisotean aquellos viejos valores que alguna vez hicieron del nuestro un país generoso, grande, pujante y reconocido en el mundo.
Eso fue posible gracias al talento de algunas mentes brillantes que a través de la excelencia de la ciencia y de la cultura escribieron las mejores páginas de nuestra historia, dando varios Premios Nobel, grandes escritores y artistas reconocidos en todos los idiomas y destacados intelectuales que no solo nos prestigiaron ante el mundo sino que dejaron una impronta para las nuevas generaciones de jóvenes que los tomaron como ejemplos a seguir.
Los claustros y las aulas tenían a principios del siglo pasado un óleo sagrado como el de Samuel, donde abnegados maestros y profesores echaron las bases de una enseñanza humanista que tenía como eje indiscutido la educación integral del individuo.
Mucha agua ha corrido bajo los puentes de nuestro país desde aquellos tiempos liminares y hoy es palpable para cualquier observador atento ver como se han degradado aquellas ideas de grandeza, quitando, verbigracia, materias y carreras claves para el desarrollo de la persona, como algunos idiomas y otras como filosofía, privando a los educandos de conocimientos generales, desalentando el pensamiento propio y lo que es más lamentable frustrando vocaciones.
Se aprecia con estupor como se desalienta el esfuerzo y el estudio por el espejismo mercantilista de ganar todo fácil y rápido entronando un espíritu que se asienta en el consumismo desenfrenado de bienes inútiles y la tendencia a vivir “dejando pasar el tiempo” entretenidos en banalidades sin importancia, seguramente para no pensar.
Todo esto es parte de una política tendiente a destruir entre los mejores valores que tenemos por ejemplo, al lenguaje, bastardeado por la falta de lectura y la mala utilización del idioma, cuando no mezquino de palabras y de su significado.
Es que ya se ha dicho que “si se destruye el lenguaje se destruyen las ideas. Que si se destruyen las ideas se destruyen los conceptos y que si se destruyen los conceptos se destruyen las costumbres”.
Nos toca vivir desgraciadamente en estos tiempos difíciles tal vez ya vislumbrados por el gran Hesíodo donde el hombre de barro endiosado por sus iguales está pisando el último escalón de su devenir.
El gran escritor Ezequiel Martínez Estrada, ya anciano en el ostracismo de su casona en Bahía Blanca intuía esta inversión de los valores donde entre otras cosas, -decía- “hasta los jueces han abrazado la corrupción como una cruzada nacional”.
Los que realmente quieran escuchar, “el que quiera oír que oiga” al decir imperativo de San Juan en la isla de Patmos, tienen en estas épocas de oscuridad en los pocos espíritus selectos que todavía resisten, una oportunidad de redimirse y volver al camino del esfuerzo, de la formación, de la dignidad, de la búsqueda de la excelencia y de una vida con sentido que merezca ser vivida, para ser “lo que se debe ser” como decía el General San Martín y no la que los poderosos quieren que seamos.
Sería importante en esta instancia volver a generar ideas superadoras que nos contengan a todos como partes integrantes de una misma Nación, de un mismo sentir de grandeza, sin menoscabar la pluralidad de opiniones, donde el diálogo sea el único camino posible para construir un futuro mejor.
Todos tenemos esa responsabilidad: convivir dentro del respeto: los políticos, la dirigencia, los jueces. Es la única forma de legar un mundo mejor a las nuevas generaciones.
Si nuestros hijos ven discusiones y agresiones donde se habla de cosas que se desconocen y no se analizan en sus contextos, si se desayunan con descalificaciones ligeras en las redes sociales, si cada cual quiere tener razón gritando y agrediendo más, si escuchan polémicas enconadas aún entre familiares y amigos, si ven que no se escuchan ni se comprenden unos con otros,, todo estará perdido irremediablemente.
Para terminar estas breves reflexiones sería bueno recordar como advertencia para los valientes que se atreven a defender los valores éticos anteriormente señalados que “donde no hay justicia es peligroso tener razón, ya que los imbéciles son mayoría”. Y no debería sorprender que la frase fuese de Francisco de Quevedo. Para pensar.
Escritor – Valcheta