La ira al acecho
(Por Pedro Pesatti*). – En La Ilíada, Homero tematiza la cólera de Aquiles. Una furia que no es simple emoción, sino un fuego que desgarra el tejido del mundo y funda el conflicto. En el cosmos arcaico, donde la sombra del mito aún envuelve a los hombres, la ira es principio y destino. Pero esa misma cólera, reservada sólo a los héroes, ha descendido de la cima de la epopeya para instalarse entre nosotros, transformada en una fuerza colectiva que como un topo, desde adentro, horada los cimientos mismos de la civilización. Hoy, en la era digital, la ira no reforma el orden: busca subvertirlo para deshacerlo en el caos.
La modernidad, hija del iluminismo y la razón, parecía haber desterrado a los dioses oscuros de la pasión desbordada. Sin embargo, las redes sociales han inaugurado un nuevo reino que no está gobernado por ningún aparato coactivo, sino por la seducción. Byung-Chul Han, el pensador surcoreano, advierte que el poder ya no obliga, persuade. No impone, fascina. Los algoritmos han descubierto, desde su dimensión inasible, que la indignación es el alimento perfecto para sostener su voracidad. Cada clic es una chispa en un devastador incendio emocional: las plataformas no sólo capturan nuestra atención sino que la moldean, reduciéndola a impulsos primarios. En ese mercado de la ira, la polarización no es un accidente, sino una estrategia matemáticamente programada.
El enojo, omnipresente, revela un vacío.
Una gran parte de la humanidad siente que el suelo se licúa bajo sus pies, que los lugares compartidos desaparecen y que las certezas se vuelven arena. Pero esta pérdida no encuentra reposo ni redención. Las plataformas, lejos de resolver el malestar, lo convierten en mercancía y lo reciclan sin tregua. El malestar es su plusvalía. Así, la ira —que en los héroes homéricos tenía un propósito, un destino— se ha vuelto un laberinto sin salida: un flujo continuo, circular, que nos consume sin construir nada. Es la furia de una sociedad extraviada, agotada por su propio grito.
La política, que debiera ser el arte del encuentro, ha sucumbido a esta lógica. El espacio público, lugar donde alguna vez gobernó el diálogo, se ha transformado en un campo de batalla donde nada se argumenta y todo deriva en violencia
verbal, en chicanas y ofensas. Las palabras, despojadas de su peso, son armas para encender pasiones, no para tender puentes. La democracia, frágil por naturaleza, no puede sobrevivir en un clima donde cada individuo habita su propia burbuja algorítmica, incapaz de escuchar al otro. El diálogo, esencia de la política, se disuelve en un ruido ensordecedor: en el insulto y el agravio constantes.
Platón imaginó, en su Alegoría de la caverna, hombres encadenados que sólo veían sombras. Hoy, nuestras cadenas son invisibles, pero no menos reales. No estamos sujetos al muro de una cueva, sino al resplandor frío de las pantallas que proyectan nuestras emociones más oscuras. Salir de esta nueva caverna, romper las cadenas sutiles que en el
paroxismo reinante confundimos con la palabra libertad, no es sólo cuestión de comprender cómo operan los algoritmos, sino de resistir su hechizo. El desafío no es técnico, sino ético: recuperar el sentido del disenso sin violencia, del diálogo como creación y de la empatía como acto revolucionario.
Nuestra época se encuentra en un cruce de caminos: ¿seremos cómplices de un sistema que aviva nuestras pasiones para someterlas, o descubriremos en esas mismas pasiones la semilla de la creación de un mundo mejor? La ira, energía ciega, también puede ser antorcha. El resentimiento puede transformarse en estímulo de un nuevo pacto humano si advertimos su veneno. El porvenir no depende de la tecnología sino de nuestra capacidad para convertirla en herramienta
de equidad, en un camino hacia un mundo más humano y justo. Si fracasamos, la inteligencia artificial, espejo natural y lógico de nuestras aspiraciones y miedos, junto a la latente amenaza nuclear, podrían precipitarnos hacia un abismo donde el fin de la civilización deje de ser una posibilidad para convertirse en destino.
El grito del héroe homérico rompía el silencio de un mundo que aún buscaba su significado. Nuestro grito, multiplicado y disperso, parece ahogarse en el eco incesante de la indignación. Pero en ese caos se abre una pregunta urgente: ¿podremos transmutar el ruido en palabra, la fragmentación en encuentro, la ira en fuerza creadora? No es sólo una cuestión de sobrevivir como sociedad, sino de reinventarnos plenamente como organización de personas íntegras y de alumbrar, a la par, un nuevo humanismo.
La oportunidad nos acecha como una luz en medio del caos, para convertir el grito en argumento, el enfrentamiento en equilibrio, y la tempestad del alma en un pacto que nos devuelva al nosotros para trascender el individualismo que se nutre del odio y la cólera, esa cólera ancestral que Homero tematizó en La Ilíada para dejar testimonio de un mundo de guerra y desdichas causadas por la ira.
*Vicegobernador de Río Negro