La crueldad desinteresada

(Por Pedro Pesatti*). – Durante la dictadura militar, el terror operó desde la clandestinidad. El Estado, convertido en una maquinaria represiva, hizo de su presencia un hecho omnipresente, pero administró la violencia con una opacidad calculada. Desapariciones, torturas y vuelos de la muerte fueron sus herramientas, pero nunca un espectáculo público, como el ahorcamiento en una plaza o el guillotinamiento frente a una multitud, prácticas comunes en distintas culturas hasta bien entrado el siglo XX. La violencia extrema se intuía por sus efectos, no por su representación directa. Su lógica era el miedo; su instrumento, la incertidumbre.

Casi medio siglo después, el gobierno de Javier Milei ensaya un modelo opuesto. En el plano del lenguaje, su retórica está atravesada por la violencia verbal sin disimulo. En el plano de los hechos, la represión se exhibe sin pudor. La violencia estatal no solo no se oculta: se muestra, se televisa, se escenifica. Los gases lacrimógenos, las balas de goma y las detenciones arbitrarias en las protestas no parecen meras respuestas operativas, sino una exhibición performativa de fuerza. No buscan evitar el escándalo, sino provocarlo. No intentan ocultar la violencia, sino normalizarla. La motosierra se transforma en un obsequio de lujo, y Elon Musk agradece el regalo más sádico que se pueda imaginar para agradar a otro.

¿Todo esto responde a una estrategia o es meramente la práctica de una crueldad desinteresada?

Se exhibe una pistola frente a las cámaras. Se deja un patrullero a la vista de los periodistas para que sea vandalizado. Se hiere con un golpe casi mortal a un fotógrafo. Se apunta con una escopeta a una jubilada abrazada a la bandera. Se descarga un bastonazo criminal sobre una anciana de 87 años.

La pregunta central ya no es si el gobierno recurre a la represión, sino por qué lo hace de modo tan explícito.

Si desde la cúspide del poder existe esta decisión indisimulable, hay una verdad aún más inquietante: la sociedad ha modificado su respuesta ante la violencia estatal. El umbral de tolerancia se ha desplazado, y vastos sectores ya no la repudian, sino que la celebran.

La coacción produce subjetividades. En la Argentina actual, la represión se instala en el imaginario colectivo como un componente del orden natural: ya no es una anomalía que debe ocultarse, sino una necesidad que debe exhibirse. El gobierno apuesta a construir un relato en el que la violencia estatal no solo se legitima, sino que se vuelve deseable.

Esta transformación implica una mutación ideológica: lo que antes se denunciaba como autoritarismo ahora se enmascara como gobernabilidad. Y en nombre de la libertad, la protesta deja de percibirse como un derecho para convertirse en una amenaza, un delito, un acto de terrorismo. La represión, que alguna vez fue un recurso excepcional, se convierte en un mecanismo rutinario.

En Iniquidad, el historiador español Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña analiza cómo las sociedades llegan a justificar crueldades sistemáticas—especialmente contra minorías y sectores vulnerables—para saciar pulsiones profundamente arraigadas en la humanidad. Cuando la violencia se integra a la lógica del poder, su condena pierde inmediatez. Este fenómeno—la iniquidad—describe una transformación moral en la que la injusticia deja de ser una transgresión para convertirse en norma.

Argentina, cuya identidad democrática se forjó en el repudio a la violencia estatal, parece hoy invertir ese principio. Las imágenes de policías golpeando a jubilados ya no suscitan la indignación unánime de otros tiempos.

La represión abierta no solo ejerce fuerza: la comunica. En el caso de Milei, trasciende el acto físico para convertirse en discurso. Es un mensaje dirigido tanto a manifestantes como a espectadores, cuyo objetivo no se limita a castigar la disidencia, sino a disuadir la indiferencia. El poder no solo disciplina cuerpos: moldea mentalidades. Es la batalla cultural en la que está empeñada la ultraderecha.

Sin embargo, todo orden basado en la violencia explícita enfrenta una paradoja. Lo que hoy se presenta como gobernabilidad puede devenir en un estado de excepción permanente. Lo que se naturaliza como “seguridad” puede consolidar un modelo de dominación irreversible.

En el siglo XXI, es difícil que un régimen se sostenga únicamente en la fuerza. Si la represión deja de ser un recurso excepcional para volverse lenguaje cotidiano, su costo político se volverá insostenible.

La historia argentina enseña que los ciclos de violencia institucional rara vez culminan como sus impulsores prevén. La incógnita actual es si los episodios de hoy se inscribirán como tragedia reiterada, farsa cíclica o experimento político. Sus consecuencias—por ahora incalculables—redefinirán los límites de lo tolerable. También redefinirán la democracia y la libertad.

Porque estas solo existen cuando rige el Estado de derecho: el principal enemigo de quienes practican el mal con el mismo desinterés de quien hace el bien sin mirar a quién.

*Vicegobernador de Río Negro