El ocaso de la militancia
(Alberto Medina Méndez).-El proceso ha sido progresivo. No ha ocurrido repentinamente. La historia reciente muestra, en todo caso, un agravamiento de la situación y una profundización de esta tendencia indudablemente negativa.
El vaciamiento ideológico de los partidos políticos ha destruido lo poco que quedaba de mística en ellos. En otras etapas la gente se acercaba a estas estructuras porque entendía que desde allí transformaría a la sociedad, logrando cambios que mejorarían la calidad de vida de los ciudadanos.
Ingresar a una agrupación política significaba transitar un sendero de grandes emociones y de enorme satisfacción. Ese recorrido elogiable llenaba el alma y estaba repleto de actitudes muy positivas.
Poco a poco, pero sin interrupción, la política se fue complejizando y también corrompiendo. La acción cotidiana se delegó a terceros, buscando quien solucione cada asunto y perdiendo buena parte de su esencia.
Todo se ha ido profesionalizando y los partidos no se han apartado de ese rumbo. Las organizaciones políticas, como casi todas las otras, han decidido que sean los terceros los que resuelvan problemas puntuales, contratando especialistas en diferentes tópicos para que ayuden a optimizar esfuerzos.
No es que eso sea incorrecto. Al contrario, es saludable contar con esa cooperación. Lo preocupante es que el único motor sean los rentados, los que reciben una retribución por asumir las tareas asignadas.
En una época, el militante pasaba largas horas de su vida en el partido, meditaba sobre la campaña, escribía panfletos, diseñaba carteles, los hacía imprimir, salía a colocarlos y distribuirlos con sacrificio personal, aportando no solo su tiempo y sus ganas, sino también dinero cuando fuera necesario.
El trabajo militante es sinónimo de compromiso a prueba de todo, de pasión sublime y de convencimiento absoluto. La disposición para hacer lo que sea preciso, sin importar la dificultad ni la envergadura de la labor, solo se puede encontrar en aquellos que sienten a la causa como propia y que su voluntad nace de las entrañas y no de especulaciones de coyuntura.
Lamentablemente eso viene desapareciendo a pasos agigantados y no se vislumbra nada diferente en el corto plazo. Tal vez una excepción a esa regla sea la que sucede en ciertos sectores de la izquierda más ortodoxa, en ese respetable socialismo. Allí aún persisten con bastante potencia estos vigorosos hábitos de la política tradicional.
Sin embargo en el resto de los partidos, casi todo se ha desvirtuado. En la inmensa mayoría de ellos la aniquilación de las ideologías ha hecho su parte con éxito. La estrategia premeditada de no fijar posiciones, de esa versatilidad a ultranza que ha abusado del pragmatismo, solo ha expulsado sistemáticamente a los más entusiastas y valiosos individuos.
En términos electorales ese plan ha funcionado en muchos casos y es por eso que su dinámica es imitada. No tener postura definida sobre casi ningún tema, ha permitido llegar a demasiados votantes. La contracara es que nadie defiende esas «ambiguas visiones», salvo que se los recompense.
Casi todos los partidos han elegido este indecente criterio de prescindir del contenido ideológico y apelar a reunir fondos para contratar los servicios de profesionales que se encarguen de todo. Esa es la matriz del presente.
Las personas que integran las filas de esos agrupamientos reciben salarios y en muchos casos son funcionarios. Sin ese incentivo no lo harían y estarían dedicados a otra actividad. Para ellos la política es un «trabajo», una profesión, un oficio, una mera ocupación en esta etapa de sus vidas.
En los espacios afines a las ideas de la libertad parece predominar una misteriosa modalidad. Allí abundan los que entienden que son «otros» los que deben ocuparse de hacer que las cosas sucedan.
Una exótica especie de extraños personajes alienta a otros a hacer lo que ellos no quieren, ni pueden. Proponen que los liberales se deben integrar a partidos ya existentes para cooptarlos, o crear nuevos espacios que surjan sin flancos débiles, o inclusive sueñan con recuperar antiguas instituciones formales para recomponerlas y poblarlas de dirigentes y votantes.
El problema es que siempre terminan hablando de lo que deben hacer los demás, y en casi ningún caso, asumen el trabajo de liderar esos audaces procesos que promueven. Un vicio de ese sector de las ideas, es que las responsabilidades primarias siempre son ajenas y no se hace autocrítica.
Es por eso, probablemente, que no florecen partidos con esa visión. Sin recursos suficientes, ni individuos dispuestos a colaborar con tiempo y esfuerzo con sus propias ideas parece imposible llegar a buen puerto. Lo que no existe en realidad es la decisión de tener una profunda actitud «militante», porque eso implicaría resignar tiempos personales y laborales.
El problema general es mucho más profundo de lo que parece. Si los que pueden poner su pasión y convicciones al servicio de una causa noble se abstienen de hacerlo, la política quedará siempre en manos de los inescrupulosos que solo se dedicarán a ello a cambio de una remuneración.
En ese escenario, la política solo representará a los intereses de los dirigentes mercantilizados, esos que no tienen ni ideología, ni principios y que solo buscan retener cargos o conseguirlos. Así la política seguirá siendo una actividad muy redituable para algunos y no un modo de transformar genuinamente el presente. La política vive ahora una transición hacia otras formas, pero no necesariamente mejores. Mientras tanto resulta absolutamente inocultable el ocaso de la militancia.
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