¡Gracias, señor Avelluto!
(Por Enrique Manson).- Los integrantes del Instituto Nacional Manuel Dorrego teníamos miedo de que no nos tuvieran en cuenta. El gobierno de Mauricio Macri se caracteriza por una intensa actividad inicial, sólo comparable- aunque de igual dirección y sentido contrario, dirían los físicos- a los inicios de la gestión de Néstor Kirchner. Sí éste había demostrado que era cierto que no habría de dejar sus convicciones en la puerta de la Rosada, y desplazó al insolente general Brinzoni, provocó la depuración de la Corte, y gestionó que el Congreso ratificara la convención internacional por la que se declara imprescriptible el delito de desaparición forzada de personas para culminar con una extraordinaria quita de deuda en la inmediata negociación con los acreedores externos, al actual presidente no le alcanzó el tiempo para transferir, mediante la quita indiscriminada de retenciones y la anunciada devaluación del peso, sumas siderales a sus simpatizantes rurales, reducir bruscamente los ingresos de los trabajadores, anunciar que esta reducción sería aún más severa cuando se quitaran subsidios a los servicios públicos, pretender nombrar dos ministros de utilería en la Corte Suprema y, desde luego, atender a los intereses del monopolio mediático mediante la conquista policial de la Afsca, por un Decreto “de necesidad y urgencia” mediante.
Pero ¿qué pasaría con el Instituto Dorrego? Lo ignorarían para demostrar su denunciada intrascendencia. Un signo, para nosotros positivo, fue que fuera el único Instituto Nacional ausente en la reunión que el ministro tuvo días atrás con autoridades del área cultural, que incluían a los restantes Institutos Nacionales.
En su momento, la creación de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner tenía la intención de dar una presencia institucional a la orientación histórica nacional y popular, llamada por tradición Revisionismo. ¿Se trataba de una nueva Historia oficial? El hecho de que Cristina supiera de historia, y fuera capaz de distinguir una imagen de Encarnación Ezcurra de una de Mariquita Sánchez de Thompson, lo que no muchos de sus predecesores y sucesores podían hacer, no iba más allá de admitir una identificación de la corriente gobernante con una interpretación del pasado de la que se siente tributaria. Lo mismo, aunque con más cuidado por la verdad de los hechos ocurridos, que aquellos que en el siglo XIX impusieron dogmáticamente su propia interpretación.
“La medida de Cristina Kirchner”, decía entonces el diario La Nación, “provocó ya una fuerte polémica entre reconocidos historiadores, que cuestionan… la iniciativa. Advierten con preocupación que la tarea estará a cargo de divulgadores de la historia y no de científicos reconocidos en la materia. Señalan, además, que se ignora aún si el objetivo real no será incorporar estos nuevos relatos históricos en los programas de las escuelas secundarias. Y alertan, en consecuencia, sobre la posibilidad de que esta operación impulsada por la Casa Rosada tenga como meta la instauración de un ‘pensamiento único’ del pasado.”
Sin entrar en la usual descalificación de “divulgadores”, ya soportada en su momento por Félix Luna y José María Rosa, podía quedarse tranquila la Tribuna de Doctrina. No existía intención alguna de establecer un “pensamiento único”. El revisionismo estaba escarmentado por décadas de soportar tal pensamiento.
Sin embargo, y a pesar de lo mucho que el Instituto Dorrego produjo durante su corta vida, esta fue tal vez demasiado corta o sus integrantes, aunque no meros “historiadores silvestres”, no tuvimos en ese tiempo la capacidad necesaria para cumplir plenamente con los objetivos. Tal vez han sido muchas décadas de clandestinidad intelectual ante la Religión Historiográfica Establecida, que facilitaron los errores y las carencias. Que llevaron a quien fuera el principal impulsor de la iniciativa, ante los primeros sinsabores sugiriera la disolución del Instituto, y a quien ocupara, en gran medida por mérito de su padre, importantes funciones, mezclara al Dorrego con sus internas políticas personales, atacando a quien acababa de ser nombrada ministra de Cultura.
La elección de noviembre encontró al Instituto en un momento de profunda crisis. En camino de recomponerse y corregir errores, pero con la dificultad de que quienes ocuparían las poltronas del poder y se reunían con el ministro designado –en curioso remedo del almuerzo de Videla con Borges y Sábato- eran los mismos que habían estallado de indignación frente a la sanción del decreto 1880, ¡oh número negativamente cabalístico!, por el que se lo había creado.
Hasta ayer, fuera de algunos de los que nunca faltan y estudiaban antiguas amistades con figuras del macrismo para asegurarse un futuro, estábamos desorientados. Pero gracias a la claridad de conceptos del ministro Avelluto, nos hemos reencontrado con la razón de ser del Instituto.
Como considera que «Los propósitos con que fue creado chocan con cualquier idea plural y democrática de la historia», disuelve el Dorrego. Le agradecemos, entonces, que ponga las cosas en su lugar, porque es seguro que él y nosotros no entendemos de la misma manera aquello de “idea plural y democrática de la historia.”
El Dorrego es disuelto, por lo menos no en la fecha del fusilamiento del mártir de Navarro, y no se lo convierte en una esperable Instituto Juan Lavalle. El héroe de Río Bamba que tenía ideas tan parecidas a los integrantes de la gestión recién nacida acerca de la democracia y la pluralidad. Y nosotros, volvemos a la libertad de actuar desde el llano, comprometidos a hacer las cosas mejor en nuestro viejo papel que Jauretche llamaba de fiscales, y en el regreso inexorable del movimiento nacional y popular a la conducción de los destinos de la Patria.