Menan un acuerdo social
(Por Marcos Schiavi*-TURBA).- El gobierno volvió a reflotar la idea de un acuerdo social con las cámaras empresarias y los sindicatos. Hasta ahora hay más consenso mediático que explicaciones. Poco se sabe del contenido que este pacto podría llegar a tener, pero una mirada a la historia nos muestra que intentos parecidos fracasaron en el pasado y que en la práctica implican el fin de la negociación libre de salarios.
Todo este año se habló de una futura e hipotética mesa de diálogo en la que gobierno, sindicatos y empresarios definirían cuestiones claves de la economía del país. Cuáles son esas cuestiones no se sabe. Quiénes serán los que se sienten en esa mesa, tampoco. En ocasiones parecía que cierto sector del gobierno lo quería convocar de forma inminente. Luego, otra área, más poderosa, filtraba que el propio Presidente se oponía. Unos dicen que lo pide la Iglesia, directamente el Papa. Otros, cierto sector de la oposición cercana al gobierno, lo consideran de suma importancia para el futuro del país. Pocos dicen qué se espera de ese acuerdo o pacto. En síntesis, todo es confusión. Nadie parece entusiasmado, pero todos hablan del tema.
Lo primero que se debería plantear, como para comenzar a discutir desde lo más básico, es que acuerdo social y paritarias libres no maridan. La convocatoria a un pacto de este tipo presupone que en esa mesa se definan pautas salariales atadas a la inflación. Esas pautas serían generales; es decir, todos los sindicatos deberían discutir dentro de los márgenes que se definan allí (un piso y un techo muy estrechos). Así el salario de los trabajadores se estipularía teniendo en cuenta factores tan lejanos a sus intereses como un hipotético bienestar económico futuro, la política monetaria o la competitividad en un mundo global. Por más que se diga otra cosa, la historia de este tipo de acuerdos no deja margen a la duda; ninguno de ellos habilitó la libre negociación de salarios y condiciones de trabajo.
¿En qué consistiría ese acuerdo? Usualmente este tipo de pactos incluye salarios y precios. Dos variables claves de la economía. Tal vez en esta hipotética mesa se sumen cuestiones fiscales, de marco regulatorio, de normativa laboral y de planificación estratégica. En cualquier caso, lo principal a acordar en el corto plazo serían los precios; el precio del trabajo y de las mercancías. Así todas las partes deberían ceder y comprometer algo, cosa poco probable hoy día. Por ejemplo, no parece que haya clima para que el sector empresario acepte acuerdos de precios, ¿no?
El pacto social de junio de 1973, encabezado por Gelbard y uno de los acuerdos más paradigmáticos de nuestra historia, implicó precisamente congelamiento de precios y suspensión de la negociación colectiva y fue un rotundo fracaso. En primer lugar, por la imposibilidad de que se respetase lo pactado. En segundo, porque no dejó conforme a ninguna de las partes. Hoy un acuerdo que ate salarios a inflación tampoco dejaría satisfecho a nadie. A los sindicatos porque en 2017 van a intentar recuperar la pérdida de salario real de 2016, a los empresarios porque consideran que esa pérdida fue escasa y necesitan unos puntos más.
El sector empresario y las consultoras que los representan tienen una hipótesis de trabajo clara: los trabajadores tienen ingresos por encima de su productividad. Consumen más de lo que producen. Esa hipótesis puesta en papel, lubricada en un acuerdo, es muy difícil de digerir para quienes se sienten en el lado opuesto de la mesa. Los empresarios eso lo tienen claro y por eso no están entusiasmados con el llamado al pacto.
Otra arista, en este caso en relación al movimiento obrero y el acuerdo social, es el factor político. Este tipo de pactos implican que los sindicatos acepten pérdidas materiales y apuestas futuras; sacrificar salario y condiciones de trabajo en pos de un futuro mejor. El acuerdo necesita que se le fíe al gobierno y eso se logra con política. A simple vista parece poco probable; primero, porque el gobierno no es peronista (en realidad es claramente antiperonista) y ese es un dato determinante para la dirigencia sindical; segundo, porque la inmensa mayoría de los trabajadores y militantes de base no están dispuestos a dar ese voto de confianza de ninguna manera. La experiencia histórica demuestra que no hay margen para el fiado.
¿Es posible que se cumpla lo pautado en un acuerdo social? En las condiciones en las que se encuentran los actores sectoriales, la respuesta más lógica es no. Las cámaras empresarias argentinas arrastran una debilidad histórica. UIA, CAME, SRA, CRA, AEA, CGE significan apenas una suma de siglas para una parte importante de la burguesía argentina. Las cámaras empresarias representan poco y tienen un poder de sanción nulo. La firma de cualquier acuerdo presupone que quien firma tiene la capacidad de hacerlo cumplir en el sector que representa. Eso no ocurre en la parte de la mesa que representa al capital. ¿Alguien se imagina a la UIA sancionando a ARCOR por no cumplir un acuerdo de precios?
Para los representantes del movimiento obrero también sería muy difícil cumplirlo. Para empezar porque no hay una central única o unificada. La CGT se acaba de reunificar pero con cerca de un tercio de la misma fuera de los cargos directivos. Hoy por hoy, sindicatos con una fuerte posición estratégica están fuera de la toma de decisiones: eléctricos, mecánicos, ferroviarios, por ejemplo. A eso se suma que la CTA, lejos de debilitarse, parece estar saliendo de una crisis que la llevó a la fractura. ¿Quién entonces se sentaría en la mesa del pacto?
A esta compleja situación se le agrega que, luego de doce años de paritarias libres, las centrales obreras no tienen ni el poder político ni el institucional de imponerles a los sindicatos nacionales una pauta salarial. Hace mucho tiempo que la CGT (menos la CTA) no impone este tipo de pautas. Moyano lo hacía por lo que significaba camioneros, no por ser secretario general de la CGT. Caló nunca pudo. Ubaldini fue el último que tuvo esa capacidad, y lo hizo con negociaciones colectivas cerradas.
En síntesis, el acuerdo social no entusiasma, no se sabe qué incluye y nadie puede asegurar que lo cumplirá una vez firmado (por falta de incentivos y por limitaciones en sus capacidades). Sin embargo, hay cierto consenso mediático en su necesidad. Eso se debe al clima de época, a la instalación de que la Argentina “necesita un Pacto de la Moncloa”, un pacto que muy pocos explican y aún menos contextualizan. Una idea que a fuerza de martillar y martillar los medios de comunicación y ciertos sectores políticos fueron convirtiendo en sentido común. Una idea que se complementa con otra muy arraigada en el gobierno actual; que el subdesarrollo argentino se soluciona “haciendo las cosas bien”.
Lo cierto es que el acuerdo social seguramente no solucione los problemas estructurales argentinos. En caso de que se realice, lo que se firme será letra muerta más temprano que tarde. Sí, sin embargo, este pacto conlleva un peligro para los trabajadores. Como dijimos antes, presupone el comienzo del fin de las paritarias abiertas y libres. También abre la puerta para la discusión sobre la reforma laboral. Seguramente, en algunos de sus artículos se busque mencionar los términos productividad y flexibilidad. Ya se está haciendo esto en el sector petrolero.
Esto sería muy lógico ya que cuando al gobierno se le agote el discurso de la pesada herencia, el siguiente paso a dar será discutir las “limitaciones económicas” que conlleva el marco laboral vigente. Pero eso recién será en 2018 y allí no va a haber acuerdo social que valga.
*Doctor en Historia, UBA-Paris 8 @marcosschiavi