Quique y Mordisquito
(Por Martín Diaz).- El caso que voy a contar es real y tiene que ver con la repetición de la historia nacional. Por eso elegí la historia de Quique, un perro adoptado por una vecina de mi barrio.
En realidad Quique no se llamaba Quique. No tenía nombre y su fortuna estaba atada a la ingrata tarea de revisar los basurales para hallar el sustento diario. Vagueaba asiduamente, acompañando a otros perros vagabundos o algunos cristianos caídos en desgracia. Todo laburante que andaba por la calle le hacía un guiño, una caricia o simplemente le convidaba alguna galletita de sobra. Procurando su supervivencia, en su errante andar, llegó a mi barrio. Allí, una vecina lo cobijó en su casa, le preparó comida, lo bautizó con su actual nombre y gradualmente fue descubriendo un mundo desconocido hasta entonces. Baños, mullidos almohadones, plan de vacunación, visitas al veterinario, peluquería canina, golosinas para perros, alimento balanceado Premium y hasta algunos cortes de carne con los que ni siquiera soñó en su vida! Quique recibía por primera vez en su corta vida un trato digno, como el que le corresponde a todo perro.
Pasado un tiempo de su confortable nueva vida, los vecinos comenzamos a notar un cambio drástico en las conductas de Quique. Ya no compartía su alimento con otros perros callejeros como lo hacía antes, también observamos que ladraba y toreaba a los vendedores ambulantes, a los laburantes que pasaban por la cuadra, a los que changueaban en los jardines, a los carteros y a los linyeras que pedían algo de comer (linyeras con los que juro haberlo visto transitar la vida poco tiempo atrás).
No lo podíamos creer. Mirábamos azorados cómo Quique repudiaba sus orígenes y desconocía su pasado, haciendo gala de méritos inexistentes. Negando de manera taxativa que su presente fue gracias a una vecina que creyó que Quique merecía una vida digna.
Intentamos modificar esos malos hábitos adquiridos en los últimos tiempos retándolo cuando le ladra a los laburantes, a los menos favorecidos o a otros perros callejeros, pero es como si estuviese enceguecido.
Esto me recordó a lo que Santos Discépolo le decía en 1951 a Mordisquito: “Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa todo… ¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceylán! Eso es tremendo. Mirá qué problema. Y según vos, no se puede vivir sin té de Ceylán. Te pasaste la vida tomando mate cocido, pero ahora me planteás un problema de Estado porque ¡no hay té de Ceylán!…”
Insisto, la historia es cíclica, se repite y no hay cambio posible si no hay generación de conciencia. Y como diría mi abuela “para muestra basta un botón”: Mordisquito me recuerda a Quique y a su vez éste me recuerda a muchos argentinos que en estos últimos tiempos se creyeron y pensaron que todos sus logros fueron gracias al mérito personal y no a las políticas públicas generadas por un gobierno que creyó en la dignidad de la gente. Argentinos como Mordisquito o Quique que padecen el síndrome del olvido, que olvidaron que pudieron jubilarse como ama de casas, que pudieron estudiar en la universidad, financiar la construcción y ser dueños de sus casas, que sus hijos recibieron por primera vez una computadora, que pudieron salir de vacaciones, que tuvieron un plan de vacunación gratuito, que accedieron a medicamentos de manera libre, que gozaron de la soberanía satelital y comunicacional, que pudieron casarse libremente con quien amaban, que volvieron a ver rodar los ferrocarriles por las vías argentinas y que lograron desarrollarse plenamente como personas libres, dignas e íntegras. Se olvidaron, se olvidaron de eso, de su pasado y que aún restan argentinos transitar ese camino de realización. Y en lugar de ser solidarios, por el contrario niegan al Otro, niegan que sus logros fueron gracias a políticas de Estado y ladran, torean como hace Quique con los linyeras o se quejan como Morduisquito porque sabés qué? Ya no hay té de Ceylan!
¡Qué barbaridad!