La inflación que no da tregua y una meta imposible de cumplir
(*)Después de un 2016 magro en términos de actividad, donde la economía en su conjunto destruyó valor y la mayor parte de la población padeció un deterioro en el poder adquisitivo de sus ingresos, el nuevo año traía expectativas de estabilización. Superada la parte más significativa del ajuste tarifario y corrección de la “distorsión” de otros precios relativos de la economía, la promesa de prosperidad se fundamentaba en el influjo de nuevos capitales a partir de un entorno institucional más favorable para la inversión de largo plazo y en la posibilidad de explotar las potencialidades de los sectores más competitivos de nuestra matriz productiva.
Transcurrida ya casi la mitad de año, solo se observa la llegada de capitales especulativos aprovechando las posibilidades de “carry trade” que ofrece el sistema financiero actual. Esta dinámica atenta contra la economía real, ya que las altas tasas de rentabilidad subyacentes a instrumentos como las Lebacs y las Letes no pueden ser equiparadas por activos productivos, cuyas ventas escasamente se mantienen ante una economía que languidece. Por otro lado, la recuperación de los distintos sectores de la actividad interna es dispar: mientras la construcción comienza a mostrar señales espasmódicas de recuperación (sobre todo la relacionada con las obras del sector público, en un año electoral), la industria Pyme dependiente del mercado interno sigue manteniendo su derrotero decreciente.
Una de las claves para pensar los próximos meses, sigue siendo el combate abierto contra la inflación. Como se sabe, la misma se disparó en 2016, ubicándose en los niveles más altos de los últimos catorce años. La batería de medidas económicas que se implementaron avivó la escalada de precios, lo cual afectó los niveles de consumo de la población, atentando contra el desarrollo del mercado interno. Si bien los altos niveles de tasas de interés son el ancla seleccionada por el BCRA para “autoinducir” un enfriamiento en la demanda agregada y evitar presiones inflacionarias, nada hacía pensar a inicio de 2017 que la desaceleración en el nivel de precios sería la pretendida por las autoridades monetarias.
Ocurre que nuestra economía está profundamente signada por una cultura histórica de inercia inflacionaria y una estructura de la competencia concentrada, esto es, lejos del comportamiento ideal de los mercados de “competencia perfecta”. El primer cuatrimestre echó por tierra la hipótesis de desinflación esperada, consolidando un 9,1% de inflación acumulada, según cifras del Indec, lo cual hace cada vez más inverosímil la meta de inflación establecida en 17 por ciento para todo 2017. El paso de la inflación es incesante y va carcomiendo ingresos familiares.
Cuando se la mide desde el inicio de la presidencia de Macri, utilizando el índice general del IPC de la Ciudad de Buenos Aires, ya acumula un 57%. La dispersión en torno a este promedio, se traduce en algunos rubros que incrementaron su precio más de 100% en el último año y medio. Desde ya, la colisión entre los objetivos del BCRA de lograr una mera estabilización de los precios internos, independientemente de los costos que eso implique para el resto del entramado productivo y del impacto en los niveles de bienestar de la población, implica desafíos para los próximos meses. Todo parece indicar que la política económica transita actualmente por un problema de “manta corta” donde el objetivo dual de reprimir la inflación y retornar la senda del crecimiento estable, no lograrán congeniar fácilmente.
*Observatorio Políticas Públicas. Universidad Nacional de Avellaneda