La bomba ya explotó
(Por Claudio Scaletta).- Los temas que involucran la deuda pública son relativamente complejos para los no iniciados. No porque supongan dificultosos procesos de abstracción o altos niveles de análisis contable, sino porque implican gran variedad de instrumentos, denominaciones, plazos y usos. Muchas veces, en busca de un título impactante o de la creación de un argumento para la lucha política se suman peras con manzanas.
Luego, llegado un cierto punto, los grandes números –100, 200, 300 mil millones de dólares, o billones si se habla en pesos– comienzan a no significar nada. Por ejemplo la deuda en su momento no reestructurada, la que durante la primera década del siglo había quedado fuera de los canjes pos default, rondaba “apenas” los 10 mil millones de dólares. Aquella fuente de desvelos que parecía tan grande, hoy es nada frente a la duplicación en dos años de la deuda heredada. También parece poco frente a lo que “se perdió” de reservas internacionales en las corridas de abril y mayo o frente a los desembolsos por tramo del actual programa con el FMI, todos soplos en la inmensidad.
Para coronar el mar de confusiones la actual administración, y atrás de ella el grueso de los economistas, mezclan y relacionan todo el tiempo deuda externa, en moneda extranjera, con deuda interna, en moneda propia. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se dice que la deuda en divisas financia, o mejor dicho financiaba, el “gradualismo”. El mecanismo es la ficción contable de transformar deuda en dólares a pesos, lo que supone emisión monetaria, para financiar gastos corrientes, quedando los dólares disponibles para sus verdaderos usos.
Finalmente, para completar la nebulosa, la deuda del sector público tampoco se parece a la de una familia, ya que en los debe y haber no existe necesariamente una contraparte “real”, como lo sería, por ejemplo, la pura obra pública, sino que se traduce en financiamientos y refinanciamientos múltiples. En el caso del tramo externo de la deuda pública su destino es siempre financiar los rojos del balance de pagos o, en su defecto, la acumulación de reservas. En esta línea, la pregunta que formuló la presidenta mandato cumplido en su última exposición en el Senado sobre el destino de los más de 100 mil millones de dólares de deuda tomados por la actual administración no parecería de fácil respuesta. Al no haber quedado grandes obras reales –palpables, asibles– la sensación es que ese monto se volatilizó a cambio de nada.
Sin embargo, contra lo expuesto, el destino de la deuda tomada desde diciembre de 2015, puede explicarse conceptualmente muy fácil si se observa los balances de pagos, o su versión efectivamente ejecutada, expresada en los balances cambiarios. La deuda tomada en divisas se utilizó para financiar la restricción externa, una afirmación tautología ya que el balance de pagos está siempre en equilibrio por definición. Si existe un rojo de cuenta corriente es porque existieron los instrumentos para financiarlo. No obstante los equilibrios, los ítems de los balances externos muestran los usos de los recursos, los que se concentraron en unos pocos rubros: el pago de capital e intereses de deuda, la remisión de utilidades de las multinacionales, el financiamiento del turismo al exterior, la llamada fuga de capitales (en realidad formación de activos externos o dolarización de carteras y ahorros), las importaciones de todo tipo, incluidas las competidoras con la producción local y, en general el sostenimiento durante largos períodos de niveles de tipo de cambio (precio del dólar) compatibles con el auge de la suma de operaciones citadas.
Lo que puede decirse a priori es que el endeudamiento en una moneda que no es la propia no es un recurso infinito. Se supone que estos pasivos, en países como Argentina, deben servir para alejar las necesidades de nuevo financiamiento, ganar independencia futura y desarrollarse, y en el tránsito generar los recursos para el repago. Ya se sabe que el nuevo endeudamiento no se utilizó para estos fines lógicos. No es un descubrimiento que ni la importación de bienes que compiten con la producción propia, ni los servicios turísticos, ni la dolarización de carteras sirven para generar desarrollo. En la analogía con las economías familiares, a las que es tan afecta la ciencia convencional, el camino elegido fue equivalente a hipotecar la casa para afrontar los gastos cotidianos. Al final del proceso no sólo no se dispondrá de los recursos para servir la deuda contraída, sino que la casa estará hipotecada y las necesidades de financiamiento se habrán potenciado. Lo que ocurre entonces no es la muerte del acreedor, pero sí la cesación de pagos, el destino al que se encamina indefectiblemente la economía local. Según calculó el economista Matías De Lucchi en un trabajo que pronto publicará la UMET, la deuda pública externa con terceros neta (es decir restándole las reservas internacionales) pasó de 48.682 millones de dólares, el equivalente al 12,9 por ciento del PIB en diciembre de 2015 a 90.952 millones o el 24,9 por ciento del PIB en marzo pasado, antes de la pérdida de reservas y el programa con el FMI, una ratio de endeudamiento similar a la de 2000, un año antes del involuntario default.
Los números de los dólares que faltarán en 2019 para cubrir las necesidades financieras por sobre los aportes del FMI varían según las proyecciones y tienen un piso cercano a los 10 mil millones. Pero una vez más lo que importa aquí no es precisar el número exacto, sino identificar las tendencias. Luego de la devaluación la caída de importaciones de bienes y servicios turísticos disminuirá, y podría hacerlo aun más a medida que el dólar continúe apreciándose. Como ya sucede, no pasará lo mismo con la salida de capitales, que superó los 20.000 millones en los primeros 7 meses del año, y la magnitud de los vencimientos de deuda. Frente a este panorama el único plan del gobierno y los acreedores es continuar achicando la economía para reducir importaciones, una vía infinita con dificultades de sostenibilidad política.
Se supone que lo que debería evitarse por todos los medios posibles es el default abierto. Hoy, cuando los mercados voluntarios parecen todavía más cerrados que antes de acudir al FMI, hasta se habla de un improbable apoyo directo del tesoro estadounidense. Sin embargo, los principales efectos de una cesación de pagos comenzaron a ocurrir desde abril. Entre ellos, la imposibilidad de estabilizar el tipo de cambio, el cierre progresivo del financiamiento externo, el aumento del riesgo país, la pinchadura de la burbuja bursátil, la aceleración de la salida de capitales y el comienzo de una gran recesión. La bomba de la economía cambiemita ya explotó.
Publicada por Página12