El golpe de Estado de 1976: todo el poder a la elite
(Por Mario Ropoport*).- A partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 comenzó a implementarse un conjunto de medidas económicas que tuvieron un gran impacto, produciendo transformaciones sustanciales en el funcionamiento de la economía argentina. Analizando los distintos indicadores económicos puede advertirse la magnitud de los cambios, en los que es posible encontrar el origen de la mayor parte de los graves problemas que afrontó el país en las décadas posteriores.
Probablemente, el mayor efecto de estos cambios haya sido el de modificar el peso y el balance de poder entre sectores e intereses económicos, locales y externos, dando paso a un tipo de economía que se diferenciaría claramente de la prevaleciente en la etapa sustitutiva de importaciones. Se iniciaba así un nuevo modelo económico basado en la acumulación rentística y financiera, la apertura irrestricta, el endeudamiento externo y el disciplinamiento social.
Este proceso de cambio se encontraba estrechamente vinculado a razones de orden interno, aunque también a la evolución de la coyuntura económica internacional y a la particular articulación entre ambos factores.
Por una parte, la crítica situación económica mundial de principios de los años ‘70 -con la crisis del dólar primero y la del petróleo después- creó una amplia disponibilidad de capitales dispuestos a reciclarse para obtener mayores rentabilidades en los países del Tercer Mundo, lo que permitió a las dictaduras latinoamericanas tener el financiamiento necesario para imponer sus políticas económicas, precursoras del neoliberalismo en el mundo, antes aún de la llegada a sus respectivos gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. En esto tuvieron también un peso decisivo los organismos financieros internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, que querían facilitar la inserción de los países en desarrollo a los nuevos circuitos financieros.
Por otra parte, los factores internos no fueron menos importantes. La Argentina vivió desde fines de los ’60 y principios de los ’70 agudos conflictos sociales y políticos que se tradujeron en significativas movilizaciones populares así como en la existencia de grupos radicalizados -armados o no- en la escena política nacional.
Es por eso que, desde marzo de 1976, se produjo un punto de inflexión en la historia del país, fundado en la convicción, por parte de los principales responsables de la dictadura militar y de los sectores que los apoyaron, de que las proscripciones políticas ya no servían para eliminar las alianzas populistas y sus presuntos peligros sobre el orden social establecido.
Había que ir más a fondo y dado que esas alianzas se asentaban sobre el aparato productivo industrial, era imprescindible modificar radicalmente la estructura económica. Esto llevó a la adopción de una serie de políticas que fueron destruyendo las condiciones para un desarrollo económico sustentable; a la reformulación del papel del Estado, al que se obligó a asumir la carga de un creciente e insostenible endeudamiento externo; y a una drástica redistribución regresiva de los ingresos.
Para ello fue funcional el “terrorismo de Estado”, que sirvió, sobre todo, para anular o impedir el accionar de instituciones y organizaciones políticas, sociales y sindicales. Factores a los cuales se agregó, desde el punto de vista de su incidencia futura sobre el desarrollo del país, la pérdida de varias posibles generaciones de líderes o cuadros políticos y sociales como consecuencia de ese “terrorismo”, del “exilio” político o económico de muchos argentinos, y de la influencia profundamente negativa que tuvo la dictadura en el sistema educativo y cultural y en la transmisión de valores de pertenencia con la sociedad en que se vivía.
Una vez superada la conflictividad social por medio de la represión, la implementación de un mercado libre que arbitrara en los diferentes reclamos sociales se convertía en un objetivo en sí mismo para acabar con el orden vigente y pasar a nuevas formas de regulación y de control de conflicto social. En adelante, el mercado disciplinaría a la fuerza de trabajo, con una brutal caída de los salarios reales de un 30%, al tiempo que las luchas corporativas se trasladarían también a ese mismo ámbito.
Esta fue la tarea principal que realizó la dictadura militar inaugurando los 30 años de predominio de un modelo neoliberal en el país. La Argentina tenía hasta mediados de los 70 un aparato industrial con deficiencias y problemas, pero de dimensiones respetables, ciertos niveles de protección, controles de cambio, tasas reguladas de interés, un sistema financiero bastante controlado y, a pesar de diversas crisis en la balanza de pagos y procesos inflacionarios, tasas de crecimiento relativamente buenas.
Todo eso se destruyó: se promovió la desregulación financiera y la apertura indiscriminada de la economía, que afectó a la balanza comercial y a la cuenta corriente de la balanza de pagos; se produjo un fuerte proceso de desindustrialización y reprimarización de la economía y se estableció un sistema de pre-convertibilidad llamado “tablita cambiaria”.
En particular, a principios de 1977 se implementó una reforma que ubicaría al sector financiero en una posición hegemónica en términos de absorción y asignación de recursos, mediante su liberalización, el alza de las tasas de interés y una mayor vinculación con los mercados internacionales. La especulación financiera pasó a ser un factor fundamental: se traían del exterior dólares que se convertían en pesos a un cambio sobrevaluado, se colocaba esos pesos a altas tasas de interés y cuando se pensaba que el dólar iba a subir, se volvía a cambiar pesos por dólares para fugarlos al exterior: se hacían así negocios fáciles y altamente rentables.
En la facilidad de obtener estos préstamos no fueron casuales las vinculaciones del ministro de economía Martínez de Hoz y de parte de su equipo con la banca internacional, especialmente norteamericana. El mismo Martínez de Hoz estaba vinculado al Chase Manhattan Bank y era amigo personal del banquero norteamericano David Rockefeller. Esta política se hallaba inspirada, además, por los preceptos monetaristas de la llamada “Escuela de Chicago”.
Pero, desde fines de los años 70 y principios de los 80, la Reserva Federal norteamericana, frente a los crecientes déficits fiscales en EEUU, comenzó a elevar las tasas de interés, que pasaron del 6% al 14%, volviendo a captar capitales del exterior para la potencia del norte y aumentando notablemente el grado de endeudamiento externo de los países de América Latina, que habían tomado préstamos en los años anteriores y ahora debían pagar intereses mucho mayores. Esta situación llevó, en agosto de 1982, a la declaración de moratoria de México, uno de los principales deudores, desatando una generalizada crisis de la deuda en la región.
Sin embargo, antes aún, en 1981, había estallado la crisis en la Argentina, con una fuerte devaluación de la moneda y el retorno de procesos inflacionarios y, sobre todo, con la inmensa carga del endeudamiento externo que pasó de 8 mil millones de dólares en 1975 a 45 mil millones en 1983, cuando la dictadura militar dejó el poder. Ese endeudamiento había tenido que ver, sobre todo, con la especulación financiera, los autopréstamos, los gastos militares y la corrupción. Incluso la deuda privada fue beneficiada con un seguro de cambio que de hecho la transformó en deuda pública.
El 13 de julio de 2000, el juez Jorge Ballesteros, de acuerdo a una denuncia efectuada el 4 de abril de 1982 por Alejandro Olmos, dictó una sentencia en la que ratifica la ilegitimidad de gran parte de la deuda externa contraída por el gobierno militar, aunque, dada la prescripción de la causa penal, sobreseyó a sus principales responsables, entre ellos Martínez de Hoz. El fallo es, sin embargo, contundente: “Ha quedado evidenciado -dice en sus conclusiones- en el trasuntar de la causa la manifiesta arbitrariedad con que se conducían los máximos responsables políticos y económicos de la Nación en aquellos períodos analizados”.
Por ejemplo, “las empresas públicas, con el objeto de sostener una política económica, eran obligadas a endeudarse para obtener divisas que quedaban en el Banco Central, para luego ser volcadas al mercado de cambios”. Como contrapartida, “empresas de significativa importancia y bancos privados endeudados con el exterior, socializando costos, comprometieron todavía más los fondos públicos con el servicio de la deuda externa a través de la instrumentación del régimen de seguros de cambio”.
Por último, señala también la responsabilidad de los organismos financieros internacionales: “La existencia de un vínculo explícito entre la deuda externa, la entrada de capital externo de corto plazo y altas tasas de interés en el mercado interno y el sacrificio correspondiente del presupuesto nacional desde el año 1976, no podían pasar desapercibidos a autoridades del Fondo Monetario Internacional que supervisaban las negociaciones económicas”.
En síntesis, la dictadura militar, tenía, como mencionamos, objetivos que trascendían lo meramente económico. Se proponía inclinar definitivamente la balanza de poder a favor de las elites agrarias y de grandes grupos económicos y financieros locales y empresas transnacionales, cercenando la industria nacional y el mercado interno, sede de la fuerza del movimiento obrero y de los sectores empresarios vinculados a su desarrollo.
Entre otras cosas, las transformaciones llevadas adelante en esos años incluyeron una distribución crecientemente regresiva de los ingresos, una amplia apertura económica, un endeudamiento externo insostenible y la “financiarización” de la economía. Las consecuencias de largo plazo de estas políticas, profundizadas en la década del 90, resultan hoy notorias, y no pueden ser desligadas de las otras facetas conocidas de este siniestro capítulo de la historia argentina.
*Economista, historiador y escritor