Paola, “el Flaco” y la policía en una escuela de Cipolletti ● Claudia Rafael
Paola Panizza es muchos mundos. Y los abraza en el colectivo de sus sueños. Mira hacia atrás y se topa con la imagen del “Flaco”, su papá, al que –con sus manitas tenues- intentó asirse aquel día del 77, antes de que las nebulosas del terror se lo devoraran para siempre. Y mira también hacia este presente que le resulta aciago y ve como vio el miércoles 14 de agosto a los hombres de uniforme irrumpir con sus violencias en el patio de su escuela. Ahí en el barrio Anai Mapu, más allá de Circunvalación, donde Cipoletti se hunde y se abruma en las pobrezas viejas. Esas que amasó la historia, el menemismo, el después. Pao Panizza ama las palabras. Las dibuja. Las sacude y, entre surrealismos, las rearma y luego las desmenuza en un salón de clases del CEM 147.
Donde los alumnos son –cuenta en entrevista con APe- “los chicos jóvenes que no pudieron terminar la escuela. Por lejanía. Por prejuicios. Porque son de un barrio pobre y estigmatizado”.
Eran las 19.35. Los alumnos habían salido al primer recreo. Algunos ya habían dejado a sus propios críos en el centro infantil una hora quince antes. “Es que la maternidad hizo que muchas chicas dejasen la escuela. Y ahora que existe el centro infantil pueden seguir”, cuenta Paola.
“Ese día miré y vi a un policía en el patio y con la mano sobre el arma. Dijo que buscaban a alguien que había entrado armado. Entré en las aulas y no había nadie extraño. Al rato vi que eran tres policías y se movían rápidamente. Era todo un caos. Salían. Entraban. Les dije que no podían entrar así. Le pedí a uno de ellos que se identificara. Me dijo que era el subcomisario Monsalve. Y me gritó vos no sabés nada ni viste nada. Finalmente se fueron pero antes dijeron vos te quedás a cargo de lo que pase acá”.
Paola Panizza carga ahora con una denuncia “por encubrimiento”. Los policías, en tanto, se apuraron a denunciar que habían allanado una casa del barrio y habían requisado una tumbera. ¿Acaso es extraño?, se pregunta ella y define la misma y eterna historia repetida en los márgenes. “Anai Mapu es extremadamente pobre. La gente vive desde hace años de los planes sociales. Es gente de trabajo pero el trabajo germina muy de a poquito y recién ahora para algunos. Hay muchas tomas. Tierras ocupadas precariamente. Y acá hace frío en el invierno. Y las chapas y el nylon no alcanzan. La juventud acá tiene mucha, mucha calle. Y es esclava de los consumos. Del alcohol. De las drogas. Y son chicos que no acceden al centro. El otro día hicimos una actividad y para muchos fue la primera vez que vieron una obra de teatro. No es fácil para los jóvenes la vida. El alcohol es algo que atraviesa a los chicos. Pero también a los adultos. Hombres y mujeres. Y es mucha la gente que está hundida en la depresión. Los jóvenes son, a su vez, hijos de desocupados”, relata Paola.
Ella es muchos mundos, a la vez. Y por eso, también, es que se mira y dice “a veces me sorprendo de mí misma”. Como cuando le habló, en el patio de la escuela, al subcomisario Monsalve. Pero también aquella otra vez en que quedó frente a frente con el mayor Guastavino, como se hacía llamar Raúl Antonio Guglielminetti, el ex inteligencia, ex triple A, ex traficante de armas, ex guardaespaldas, ex represor en el Atlético (1976-1977), el Banco (1977-1978), el Olimpo (1978-1979) y Automotores Orletti y simplemente le dijo “asesino”. Fue en el Tribunal Oral Federal de Neuquén en el que el 6 de noviembre de 2012 fue condenado a 12 años de cárcel (sumados a los 25 años a que lo condenó el Tribunal Oral Criminal Federal Nº 2 de Buenos Aires el 21 de diciembre de 2010 y los 20 que le impuso el Tribunal Oral Federal Nº 1 de Buenos Aires, el 31 de marzo de 2011).
Paola Panizza es muchos mundos. Es esa consigna que abraza concientemente pero que a la vez la abrasa desde los tiempos del silencio, cuando no sabía que era la hija de un desaparecido, y repite: la verdad es revolucionaria. Y es también el recuerdo de Luis Panizza, delegado de la metalúrgica de Loma Hermosa, en el noroeste del Gran Buenos Aires, su papá. Ese al que llamaban “el Flaco”, al que ella ya hace rato superó en edad, que era militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Que primero fue preso. Que después, ya en los tiempos en que la Argentina vivaba los goles y arengaba el horror, era clandestino y finalmente, desde aquel día en que quiso acercarse a la metalúrgica, un eterno desaparecido.
Mil veces los recuerdos se entrampan en la nebulosa y desatan un viaje veloz por los túneles del tiempo. Cuando la policía de la subcomisaría 79 del policía Monsalve irrumpió en el patio de su escuela, se sucedieron en batallón los fantasmas.
Y temió la masacre. Que un movimiento en falso de alguno de los chicos de su escuela terminase en sangre. Como terminó en sangre cuando Ulises, de apenas 16 años, alumno del CEM 147, recibió un disparo policial en el ojo aquel sábado de 15 días antes cuando salía con sus amigos del boliche. Como terminó en muerte cuando Braian Hernández, en Neuquén, iba en auto con sus amigos y un policía lo baleó en la nuca. O cuando Atahualpa Martínez Vinaya o Julián Antillanca salían de un boliche.
Y temió la desaparición. Como con Daniel Solano, el joven trabajador de Tartagal engullido en Choele Choel después de reclamar por su salario y por el que fue allanada una comisaría y separados varios policías. Como con Sergio Avalos, diez años atrás, en Neuquén. O con Carlos Painevil, en Allen. O como con su papá, “el Flaco” Panizza, 35 años atrás, en los suburbios del ombligo del país.
No tienen derecho a estar dentro de la escuela, atinó a decir a los policías Paola Panizza. En el corazón mismo de Anai Mapu, el barrio que sigue creciendo entre las pobrezas viejas que pergeñó ese encierro que no tiene rejas y que marca como destino obligado las calles de la domesticación. Los Anai Mapu están diseminados como geografías sin cepos ni murallones pero aprisionan desde el olvido, desde los venenos, desde la irrupción uniformada, desde la ghetización que empuja sólo a sobrevivir. En donde el Estado –diría Galeano- practica el homicidio con premeditación y en donde se exonera la responsabilidad de un orden social que arroja cada vez más gente a las calles y a las cárceles, y que genera cada vez más desesperanza y desesperación.
Claudia Rafael (APE)