Cada siete años un gobierno democrático destituido ● Enrique Minetti
En una nota anterior escribí que durante el Siglo XX hubo en Argentina seis golpes de estado que impusieron catorce dictadores. Me corrijo. En rigor, preciso. Hubo seis (6) interrupciones violentas de gobiernos elegidos democráticamente en sólo cuarenta y seis (46) años -desde 1930 a 1976- esto es, en promedio, un golpe cívico militar cada siete (7) años y fracción.
Este dato histórico temporal visto así con la crudeza de la realidad numérica, reafirma la convicción de lo pernicioso que han significado estos acontecimientos para el tejido social y el desarrollo del país.
Al hacer un juicio de valor respecto de tales acontecimientos, es forzoso concluir que las fuerzas armadas de entonces a las que la República encomendó la salvaguarda de sus instituciones y de sus más altos y sagrados intereses, las formó y entrenó para tal fin, financió su existencia, pagó sus sueldos y les confió las armas necesarias para defendernos; fueron las que con esos mismos pertrechos conque el pueblo las honró en razón de ser la institución diseñada para la defensa de la Patria, se alzaron violenta e ilegítimamente contra esa misma República y las autoridades constituidas y elegidas democráticamente. Primer reproche ético.
Conjeturemos que el país es una gran familia donde los padres trabajan denodadamente para dar un techo digno a sus hijos, criarlos, vestirlos, educarlos de la mejor manera, proveerles la cobertura de salud necesaria, de un trabajo digno y, en fin, de todos los atributos indispensables para que crezcan de la mejor manera, se desarrollen y realicen como seres humanos libres, convivan armoniosamente y en paz con el resto de las personas y de las demás familias.
Pues bien, qué sucedería si a esos esforzados padres de familia uno de sus miembros -precisamente aquél que fuera designado por todos para que los cuide y defienda de cualquier agresión- se vuelve en su contra, los ataca y desaloja del hogar cada siete años no permitiéndoles continuar con su tarea de padres, suplantándolos y poniéndose en su lugar. Ya como jefe de familia persigue y reprime a sus hermanos y a todos los integrantes de la misma, les habla mal de sus verdaderos padres -en algunos casos ni les permite nombrarlos ni recordarlos siquiera- les disminuye sustancialmente el sustento quitándoles el trabajo, la salud y las libertades, imponiéndoles una formación autoritaria. Luego, cuando la familia está destrozada y el usurpador hizo su pingüe negocio permite volver a los padres. Al tiempo vuelve a atacarlos y a echarlos. Todo, en el transcurso de 46 años continuados.
Sin duda alguna, podemos aseverar que la familia que padeció semejante tragedia andará a los tumbos por mucho tiempo hasta que pueda volver a reencausarse como una verdadero grupo humano, si es que lo logra al fin.
Digamos también que los miembros de esa familia tuvieron que luchar valientemente para que los dejen ser ellos mismos y que los verdaderos padres volvieran a ser sus jefes naturales.
Tal, la Democracia argentina. ¿Qué sociedad puede sobrevivir dignamente a semejante agresión?: No quedó piedra sobre piedra. Dejaron un país destruido económica, política y socialmente. Pero sobre todo el mayor daño debe mensurarse desde lo ético y lo moral. Un país con una formidable descomposición del tejido social.
Pero la historia de los pueblos avanza, a pesar de todo.
Digamos en ese orden, que es errónea -cuando no intencional- la aseveración que postula: “cuando “volvió” la Democracia”. No volvió, hubo que irla a buscar, que conquistarla, ganarla. El país no volvió a ser democrático por generosidad de los dictadores ni por obra y gracia del espíritu santo. El Estado de Derecho se ”recuperó” con esfuerzo y sacrificio, con mucho dolor. Con muchas lágrimas. Con la resistencia y la lucha del pueblo.
Mientras la gran mayoría de los políticos profesionales -con honrosísimas excepciones- dormían la larga siesta de la veda política, las organizaciones sociales de la más variada índole, estudiantes, obreros, profesionales, intelectuales, artistas, grupos de Derechos Humanos, gente de a pie, entre tantos otros; hicieron lo que estaba a su alcance para recuperar la Democracia. La lucha fue larga. Necesario es decir, también, que ayudó al desalojo de los usurpadores del gobierno el fracaso militar de los militares. La derrota de la guerra de Malvinas -que nunca debió haberse declarado- más la desacertada política diplomática llevada a cabo por los dictadores, aceleró el proceso.
Luego, despertaron de su letargo los políticos de siempre que hacían banco esperando mansamente que se reinicie el partido. También aparecieron algunas “caras extrañas” poco o nunca vistas en las luchas populares y sociales cuando todo estaba prohibido y actuar era comprometido y peligroso. Y se sentaron al banquete republicano sin siquiera haber ayudado a poner la mesa. Lo que siguió no fue un lecho de rosas. Vinieron sucesivos gobiernos democráticos, buenos, malos y también pésimos. Hubo aciertos y se cometieron imperdonables errores. Pero eso, ya es historia democrática.
Las secuelas de tan aciago como deplorable destino quedarán gravadas a fuego en la sociedad argentina, continuando hasta la actualidad. Baste mencionar la extranjerización y endeudamiento del país. La fenomenal concentración de la economía y de los medios masivos de comunicación. La dolarización del mercado y de las conciencias. El coloniaje político y cultural. Todavía hoy en algunos sectores se dice que algo es “importado” para significar que es mejor. La pérdida de autoestima del ser nacional, etc.
Ensayar un listado de consecuencias nocivas sería interminable. Tal vez pueda intentarse enunciar una síntesis -aunque siempre imperfecta- diciendo que producto de la discontinuidad democrática, entre otros factores, es esa perversa costumbre de algunos sectores de las clases dominantes, de sus admiradores y seguidores, de sus voceros y sus comunicadores: de autodestruirnos. De boicotear toda política que tenga visos de nacional, patriótica o latinoamericanista; de obstaculizar lo bueno -sea esto poco o mucho- que se haga en nuestro país, postulando que todo está mal, que estamos en el peor de los infiernos, que el resto de mundo es mejor que nosotros. Aunque la misma realidad se encargue de desmentirlo.
Con todo, la Democracia y el Estado de Derecho fueron recuperados.
Y fueron treinta los años.
ENRIQUE MINETTI